Por Manuel Rivas
Artigo publicado no PAÍS SEMANAL (25.11.2018)
En la Conferencia de Wannsee, una vez acordada la “solución final a la cuestión judía”, los gerifaltes nazis se deleitaron con música clásica
Ahora suena Diminuendo In Blue And Crescendo In Blue, de la banda de Duke Ellington, y parece que nada se caerá en el mundo mientras dure el solo de saxo de Paul Gonsalves. Otra vez. Y otra vez. En la cronología de las maravillas, debería estar incluida esta fecha: 7 de julio de 1956, en Newport. El jazz genera un tiempo de apoyo mutuo y libertad personal. Y su naturaleza es un acto de desobediencia creativa, orillero y mestizo. Cuando parece acomodarse, siempre acude un viento de sublime marginalidad.
Vayamos unos pocos años atrás, a una reunión secreta en una mansión de Wannsee, en el paradisiaco distrito berlinés de Zehlendorf.
De los 15 altos cargos y funcionarios, “los mejores y más brillantes del Reich”, la mayoría eran doctorados. De formación muy culta. Y melómanos. Cuando cayó el día, el 20 de enero de 1942, al calor de la lumbre de las chimeneas de la villa de Wannsee, una vez acordados los detalles técnicos para la “solución final a la cuestión judía”, los reunidos compartieron coñac y una sesión de música de clásicos germanos. Las llamas saltarían de la lumbre a sus ojos si, de repente, sonase Felix Mendelssohn. Prodigioso, romántico, germano, pero judío. Su música había sido prohibida. Expulsada al silencio.
Uno de los doctorados asistentes a la Conferencia de Wannsee era Roland Freisler, presidente del Tribunal del Pueblo, la máxima instancia. Todos los testimonios lo retratan como un canalla con toga, pero no faltan hoy quienes merodeen su Derecho penal de voluntad. Llenó más de un cementerio con sus sentencias de muerte, incluidos los jóvenes estudiantes antinazis de la Rosa Blanca, a quienes ordenó ejecutar con guillotina. No sé si su muerte fue un acto de justicia poética, pero algo hay. Ocurrió en 1945, en Berlín, durante el juicio a un miembro de la resistencia. Nada más empezar, Freisler ya emitió veredicto. Le espetó al acusado que su destino directo era “el infierno”. Y obtuvo esta respuesta: “Le permito ir delante”. Al poco, hubo un bombardeo y Freisler se fue al infierno.
En realidad, creo que ya había estado antes. Cuando imagino la más acabada representación del infierno pienso en aquella reunión de la mansión de Wannsee. La sesión de trabajo, dirigida por Reinhard Heydrich, jefe de la Policía Secreta del Estado (Gestapo), transcurrió con gran diligencia. Sacar adelante una sola vida es un proceso muy laborioso. Pero borrar millones de vidas puede ultimarse en un periquete. Wannsee es el infierno. Son criminales que han ido más allá del crimen conocido. Pero ellos nunca se verán así. Son eficientes funcionarios imperiales. Los más brillantes. Ahora escuchan embelesados.
También Hitler era un melómano. Incluso supervisaba personalmente el Festival de Bayreuth, el templo de Wagner. En Nietzsche contra Wagner, el filósofo establece un paralelismo entre la idolatría imperial y el ritmo wagneriano: “Instrumentos violentados con sarna ceremonial”.
Cierta cultura hizo y hace mucho daño como envoltorio de barbarie. Pero ni siquiera Wagner tuvo la culpa. Puedes escuchar La cabalgata de las valquirias una y otra vez y acabarás oyendo una parodia. Los nazis trataron de acallar la música de aquellos que odiaban. La Entartete Musik, la “música degenerada”. El jazz fue un enemigo a combatir. Llegaron a asesinar a miembros de la directiva del Hot Jazz francés. La degeneración estaba en los oídos del odio.
Odiaban la música de aquello que odiaban. La música negra, la música gypsy. Por eso persiguieron con saña a los compositores de la vanguardia dodecafónica. No había una raza dodecafónica. Pero muchos de los compositores y músicos de vanguardia eran judíos.
Tengo una relación obsesiva con ciertas piezas. Arnold Schönberg compuso en pocos días La noche transfigurada (Verklärte Nacht). Lo hizo enamorado, en 1902, y a partir de un poema de Richard Dehmel. Música y poema conservan hoy un erotismo enigmático. El sexteto de cuerdas se abre paso con música desnuda y la pulsión del pecado original: la libertad. Cuando llegó la peste, Schönberg salvó la vida en el exilio. El círculo genial de sus amigos dodecafónicos sería masacrado.
Pienso en la noche de Wannsee. Pienso en los “instrumentos violentados con sarna ceremonial”. Pienso en la noche de la humanidad. Es la hora de oír La noche transfigurada. Una vez. Otra vez. Y otra vez. Ya empezaremos el día con Paul Gonsalves al saxo.
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