29/06/14

Ana y Jaime, viaje a las Indias - 1492

La expulsión de los judíos de Sevilla, de Joaquín Turina y Areal

Ana y Jaime, viaje a las Indias - 1492
Por Gabi Shelor


Octubre 1492 - Alta Mar

Eran los últimos instantes antes de que el sol desapareciera en el horizonte.  Ana aseguró el fajín alrededor de su torso, volvió a poner el blusón verde oscuro de lana áspera, y ajustó el viejo bonete hasta casi ocultar sus ojos.  Era de estatura mediana, tirando a baja, delgada. Tenía la frente alta, los ojos almendrados de color miel y el pelo castaño.  Su sonrisa, espontánea y generosa, compensaba con creces la sequedad que el aire marino imponía a su piel.  Hundiendo ligeramente la cabeza y ensanchando el paso, como todas las tardes subió a cubierta.  Eran los únicos momentos del día en los que podía, sin riesgo, sentir la brisa sobre sus mejillas, deleitarse con la línea del horizonte que separaba el cielo del mar.  Jaime, su novio de toda la vida, solía acompañarla, pero algunas veces ella se adelantaba para no perderse el instante mágico en el que el día se volvía noche.  Era la única mujer en “La Gallega”, la nao principal de la expedición española destino a las Indias.  Ana tenía 19 años.  Tan solo unos meses antes no hubiera podido imaginarse viajando en alta mar, menos haciéndose pasar por un muchacho. 

Ese atardecer de Octubre 1492, mientras esperaba a Jaime, un fugaz e intenso olor a brea la devolvió a la ría de Pontevedra.  Un dolor agudo invadió su corazón y por un instante, se sintió inmensamente sola y presa de la angustia.  Atrás quedaban su madre, su pueblo y su país, al que no podía volver.  Levantó la mirada, intentó proyectarse en el futuro e imaginarse viviendo en unas Indias desconocidas que pronto serían su nuevo hogar.  Estaba a caballo entre dos mundos y dos tiempos.  Sin vuelta atrás, “ni para tomar impulso” como decía Jaime, pero en el fondo extrañamente feliz, casi tan feliz como la pasada fiesta de San Juan.

***
  
Junio 1492 - Poyo, Pontevedra

Tras una ausencia de tres años, Jaime regresó a Poyo el 24 de junio.  Con 20 años, la melena castaña que acariciaba sus hombros, los ojos color esmeralda y la piel tostada, estaba desconocido.  Ana se sonrojó al percatarse de que el adolescente torpe y se había vuelto un hombre de irresistible carisma.  Había sido su pasión por los mapas y por las tierras más allá de Finisterre lo que lo había llevado a Portugal en busca del primo de su madre, Cristóbal Colón, marino de profesión.  Durante tres años, Ana experimentó una intensa aversión por ese hombre, la mar y todos los cartógrafos del mundo.  Pero esa tarde de San Juan, el amor que veía en los ojos de Jaime, su juventud y su esbelta figura que él no dejaba de contemplar le hacían sentir que ella había ganado la partida.  Se sentía invencible.

A la mañana siguiente, caminando a orillas del mar, Jaime le contó los avatares de su viaje hasta encontrar a Cristóbal en el sur de España, su desilusión cuando éste le dijo que no tenía empleo para ofrecerle y también su recomendación de que siguiera hasta Murcia a formarse como intérprete con su amigo Luis de Torres. 

Durante los tres años Jaime había mantenido el contacto con Ana, reafirmando su afecto y su compromiso.  Ana era costurera y vivía con su familia, aunque realmente ésta no se comportara  como tal.  Su madre, viuda, se había vuelto a casar y sus jóvenes hermanastros no perdían oportunidad de hacerle sentir que sobraba.  Ana apenas podía leer pero tenía la seguridad que las misivas que recibía de Jaime eran poesía.  Ahora que él había vuelto, podrían formar su propio hogar.

Se sentaron en unas rocas frente a frente.  Jaime cogió sus manos con suavidad.  Las miró y guardó silencio, la cara seria. Solo se oía el roce del agua con las piedras de la orilla.  Jaime levantó la cabeza.  Las lágrimas enturbiaban el brillo de sus ojos.  Echó una mirada furtiva a los alrededores y confesó que había venido a despedirse.  Debía partir para las Indias pero volvería a buscarla y se irían a vivir a Catay, o tal vez a Cipango.  Ana sintió un enorme peso como si le cielo le cayera encima.  También se asustó: Catay y Cipango sonaban a nombres que sólo podían existir en una mente enferma.  

- ¿Porqué no te quedas en Poyo y nos casamos?, se atrevió a proponer.
- Ya no hay lugar para mí en Poyo, y tampoco en España. La cuenta atrás ha comenzado.

Ana se quedó atónita.  Sin entender.  Entonces Jaime explicó que el encuentro con Luis y Cristóbal había consolidado su fe, que rechazaba el bautismo de sus abuelos y de sus padres, que quería mantenerse fiel a la religión de sus antepasados.  En definitiva: que creía en la ley de Moisés.

- ¿No es eso motivo de herejía? preguntó Ana, casi susurrando y atemorizada sin poder explicar porqué.  Jaime no contestó.  Apartó con suavidad un mechón de la frente de su prometida y esbozó una sonrisa.

- El viaje a las Indias no es sólo para huir, Ana.  El propósito de Cristóbal y de Luis es reunirse con los hebreos de las Indias.  Sabemos que éstos existen por los diarios de viaje del Rabino Benjamín de Tudela y de Marco Polo.  El verdadero propósito de la expedición y de los que la financian es crear un refugio para los judíos que España está expulsando.

Hacía tiempo que Ana se había percatado del manto de silencio que imperaba en casa cuando hablaba de Jaime y de su familia. El mismo silencio que cuando intentaba averiguar acerca de Sevilla, la ciudad que la había visto nacer, el arresto de su padre cuando ella tenía cinco años, la salida precipitada, el dedo de su madre cruzado sobre sus labios suplicándole que guardara el máximo silencio, el viaje, el miedo, el frío, el cansancio.  No recordaba nada de lo sucedido antes o después de esa noche trágica.  En su casa no se hablaba de Sevilla.

Los paseos con Jaime durante los días siguientes reavivaron los recuerdos de aquella primavera de 1478.  Poco a poco la realidad fue asomándose, hasta obligar a Ana a tomar una decisión.  Habló con su madre y exigió conocer la verdad.  Habían nacido judías, y el padre de Ana, rabino en Sevilla, había sido arrestado después de la celebración de la Pascua.  Ellas habían conseguido huir a Pontevedra.  Allí tenían unos primos lejanos. Finalmente los encontraron pero éstos se asustaron al verlas llegar.  La presencia de las dos mujeres manchaba la reputación de buenos cristianos que tanto se estaban esforzando en conseguir.  Al conocer la muerte de su marido en la cárcel, falta de protección y de dinero, su madre había optado por el bautizo de las dos y se había casado con un cristiano viejo. 

-  Me iré con Jaime, dijo Ana, sin apenas pensarlo. 

Su madre no respondió. Que Ana se fuera con Jaime era una locura, pero quedarse tampoco era una opción para su hija;  tanto su marido como los hijos que habían tenido rechazaban a Ana, constante recuerdo de sus orígenes y de su primer matrimonio.  Por otra parte, Ana y Jaime se querían y el amor, pensó con amarga tristeza, era capaz de vencer lo imposible.
***



2 de agosto 1492, Puerto de Palos

La madrugada del 3 de julio, con el beneplácito de su madre y los ahorros que había juntado para su dote, Ana se marchó con Jaime.  Decidieron que viajarían más seguros si ella se hacía pasar por un hermano menor.  Pero pese a todas sus precauciones, una noche a finales de julio, mientras dormían en una posada de Cáceres, les robaron sus pertenencias.  Siguieron con lo puesto, a pie y alimentándose de lo que encontraban.  Estaban atemorizados por la posibilidad de no llegar a tiempo.  Debían alcanzar Palos el 2 de agosto.  No sólo peligraba su participación en la expedición a las Indias.  Ese día también finalizaba el plazo del Edicto de Granada por el que se expulsaba a toda la población judía de España.  A la medianoche saldrían hordas de milicianos ebrios, sedientos de sangre, a la caza de todo judío y de todo converso indefenso.  Impulsados por el miedo y las ganas de vivir, llegaron al puerto de Palos la tarde del último día.  El aire era demasiado húmedo y caliente a la vez.  Parecía suspendido por encima del polvo que levantan al pasar las mulas famélicas y agotadas por trayectos inauditos.  Había barcos cargando a familias enteras, con poquísimo equipaje, las caras destrozadas por una pena que parecía milenaria.

- Tishá b’Av, pensó Jaime. La fecha de la expulsión había sido inicialmente prevista para el 31 de julio. ¿Habría sido maliciosamente extendida hasta el 2 de agosto, para coincidir con el nueve de Av, el día de tan triste memoria para los judíos? ¿Porqué, se preguntó, tanto sufrimiento para un pueblo que solo pedía vivir en paz? ¿Porqué tanta injusticia con un pueblo que llevaba en España desde mucho antes de cualquier reino cristiano o musulmán? Antes incluso de la muerte en Jerusalén de Jesús, hijo de Josef, de la cual y contra toda lógica, la Inquisición los hacía responsables.

No había tiempo que perder.  Debían encontrar la nao “La Gallega” cuanto antes.  Luis de Torres le había adelantado que las naves zarparían el tres de agosto, media hora antes del amanecer, pero también que Colón exigía que todos embarcaran antes de las once de la noche.  Había que evitar cualquier altercado con los milicianos de la Inquisición.  Pero nadie sabía donde estaba “La Gallega”.  Nadie la conocía.  En medio de un tremendo bullicio, los intermediarios se acercaban a ellos para ofrecerles pasajes a África a precios ridículamente altos, a la vez que sus jóvenes ayudantes tocaban el tambor y, diligentes, recordaban a gritos que ningún judío podía hallarse en España después de la medianoche.  Jaime y Ana empezaron a desesperar.  Eran las nueve de la noche.  Se sentían vencidos e inmensamente vulnerables.  Entonces se acercó un monje franciscano:

- ¿Buscáis “La Gallega”? ¿No sabéis que ha sido rebautizada la “Santa María”? Venid conmigo, ¡rápido!
- ¿Quiénes sois? preguntó inquieto Jaime.
-   No temáis. Sois Jaime, el ayudante de Luis de Torres, ¿verdad?
-   Sí, y éste es mi hermano pequeño. ¿Quién sois vos?
-  Fray Antonio de Marchena, del convento de La Rábida. Habéis llegado por fin. El Almirante y Luis os esperan.

Ana y Jaime se miraron. El fraile parecía hablar desde el corazón. Con un movimiento de párpados acordaron poner su suerte en sus manos. Tampoco les quedaban muchas opciones.  Caminaron hasta llegar al extremo del puerto. Allí estaban las tres carabelas, imponentes y como ajenas al bullicio.  Desde la cubierta de la Santa María, Luis dio órdenes para que les dejaran pasar.  Se despidieron de Fray Antonio.  Sedientos y exhaustos por el viaje, el calor y el hambre de los últimos días, subieron a bordo de “La Gallega”, alias la Santa María.

Luis de Torres abrazó a su joven ayudante y sin pedirle explicaciones acerca de su acompañante, los llevó al camarote para que pudieran descansar antes de la cena.

***



Octubre 1492, Tishrei 5253, Alta Mar

Ana recordó el momento en el que Luis informó al Almirante de la presencia de una mujer a bordo.  Los ojos profundamente azules de Colón parecieron tornarse del color rojizo de su cabello.  Su cabreo llegó al apoteosis cuando supo que el responsable no era otro que el joven gallego pariente suyo.  No ocultó su sorpresa al enterarse de que la mujer en cuestión no era otra que el discreto Juan.  Convocó a Jaime y a Ana exigiendo explicaciones pero después de escuchar sus peripecias, su ira se transformó en enorme simpatía.  El Almirante puso sus condiciones.  Ana debía aprender a leer y escribir, principalmente en hebreo, en vistas a su nueva vida con Jaime en las Indias. También debía estudiar los ritos judíos para celebrar el incipiente Año Nuevo junto, dijo sonriendo, con los demás “genoveses” de la expedición. 

Fue el comienzo de una nueva etapa a bordo de La Gallega, como siguió el Almirante llamando a la  nave que la Iglesia había rebautizado.  Ana siguió siendo Juan, el hermano que el ayudante del intérprete Torres no había querido dejar solo en España.  Pasaba sus días estudiando en el camarote principal con Jaime y Luis, quien en realidad se llamaba Yosef Ben Halevy Haivá. También descubrió la lectura y se interesó por la historia a través de uno de los libros del Almirante: “Las guerras de los judíos”, escrito por Flavio Josefo. Se estaba convirtiendo en una mujer refinada y culta, como pocas veces en su soledad de la ría de Pontevedra se había atrevido a soñar.

Sí, echaba de menos a su madre y al inconfundible color gris azulado de los montes sobre la ría al atardecer.  Pero no había vuelta atrás.  La España de la Inquisición, intolerante y cruel, no admitía judíos, ni tampoco mujeres de su condición social con el nivel de instrucción que había adquirido en los casi tres meses que llevaba embarcada.

Llegó Jaime a cubierta.  Como cada día desde que habían salido de Poyo, dio las gracias por tenerla a su lado, aun siendo bajo una identidad y un género usurpados.  Cogió su brazo y juntos contemplaron el tapiz de estrellas cuyos destellos iluminaban el mar infinito. Era el amanecer de un nuevo día.


Gabi Shelor
29 de junio 2014

---------------------
Notas:

   Los protagonistas del relato, Ana y Jaime, son evidentemente personajes ficticios. No obstante,

   Fray Antonio de Marchena fue confesor de la Reina, astrónomo del Monasterio de Santa María de la Rábida, y gran defensor de las tesis de Colón. Era de origen converso y su hermano, Fray Diego de Marchena, murió en la hoguera a manos de la Inquisición.

   Según algunos autores, Yosef Ben Halevy Haivá, alias Luis de Torres, vivió largos años en Cuba y escribió un diario de viaje. Otros sitúan su muerte en el 1493 en el incendio del fuerte Navidad (actual Haití, en las cercanías de Cap Haïtien).

   En cuanto a los orígenes de Cristóbal Colón, los datos apuntan a que era judío o de familia conversa, y posiblemente originario de Galicia.

-   Los orígenes judíos explican la confusión alentada por el interesado durante toda su vida, y posteriormente por el poder político y la Iglesia, la cual desistió de su propio propósito de canonizarlo (Véase: Simon Wiesenthal, Operación Nuevo Mundo, Barcelona, Ediciones Orbis, 1987; Óscar Villar Serrano, Cristóbal Colón: el secreto mejor guardado, Madrid, N.A. Editorial, 2005).

-   Este relato explora la tesis “gallega” de los orígenes de Colón o de su familia.  Esta opción tiene la ventaja que permite explicar, además de su desplazamiento a la vecina Portugal, los giros y el deje o acento que sus contemporáneos en la Corte calificaron de “portugueses”, así como su desconocimiento de la lengua italiana. (Véase, entre otros, José María Mosqueira Manso, La cuna gallega de Cristóbal Colón, Buenos Aires, Ed. Citania, 1961 / Ediciós Do Castro, en Galicia).
  
-   La tesis “genovesa” podría verse rebatida si queda establecido, como algunos autores han apuntado, que “genoveses” era una forma despectiva de llamar a los judíos en España, habiendo sido Génova el destino de muchos que habían logrado huir de los pogromos del siglo XIV y cuyos hijos o nietos habían regresado a España unas décadas después.