16/12/09

A xudeofobia: unha mala doenza


Por Manuel Pérez Millos*
Artigo publicado no semanario israelí AURORA (15.11.09)
.
Hace unos meses, decía que el antijudaísmo por desgracia imperante en la actualidad, se distingue por algunas señas de identidad comunes a todos los juedófobos, entre las que mencionaba, entonces, dos de ellas: su inmoralidad y su injusticia endogénica. Anticipaba también que el perfil del antisemita –antisionista, ¡caramba!; que hay que decirlo con términos políticamente correctos-; los antisemitas, digo, -de nuevo me traiciona el subconsciente- presenta otras características psicopatológicas que, para abuso de la paciente amabilidad de mis lectores, “amenazaba” con analizar en otro artículo posterior. Procedo, pues, a ello.
.
Además de inmoral e injusto, como quedó dicho en esa anterior ocasión a la que me refería, sostenemos que es insensato. Y lo es por cuanto adolece de esa facultad que tenemos el común de los mortales para juzgar algo con ponderación y cordura. Podemos estar hablando con una persona y apreciar en ella, a tenor de sus intervenciones, claridad de juicio, mesura en el análisis, discreción en la opinión y cuantas otras cualidades adornan a un inteligente interlocutor. Pero en cuanto se introduce en la conversación el asunto judío, no parece sino que sus neuronas se cortocircuitaran y, en una mutación más asombrosa que la del Dr. Jekyll, se sumergen en una vorágine de despropósitos que, cual Maelström del dislate, lamina cualquier atisbo de raciocinio. Debemos dejar sentado que los que estamos del lado de Israel, no nos dejamos llevar de una pasión ciega por este país, hasta el punto que nuestra percepción quede deformada por nuestro entusiasmo; antes bien, los que amamos al Estado judío –y precisamente por eso, porque lo amamos- somos, asaz frecuentemente, sus más encendidos críticos con lo que entendemos inadecuado en sus procedimientos.
.
Pero lo que aquí venimos diciendo es que el judeófobo es esencialmente molesto por, sobre todo, lo absurdo de su argumentario; por la repetición vacua de tópicos y consignas de muy dudosa procedencia y, especialmente, de insultante inconsistencia; por su recurrencia absurda a estúpidos clichés, demostradamente espurios; en definitiva, si se me disculpa la reiteración, por su condición de insensatos. Por lo que experimentalmente conocemos de ellos, cegados por sus prejuicios, su aportación más notoria a cualquier debate en el que, aunque sea muy accidentalmente, aparezca lo judío, son insípidas tautologías, insolente iconografía y, por cierto involuntariamente, algún oxímoron ocasional.
.
Además, los israelófobos son insensatos por cuanto, cegados por su visceral animadversión hacia la nación hebrea, no son conscientes de que, arremetiendo contra Israel alimentan unos sistemas antagónicos a los valores y status que, curiosamente, aseguran defender denodadamente. Dan alas y alientan a los que pretenden sustituir la cultura en la que medran y en la que, aunque no lo merezcan, ven garantizado su modus vivendi, salvaguardados sus derechos cívicos, amparadas sus opciones particulares y, en definitiva, otorgada la adecuada cobertura jurídica y legal a esa forma de convivencia que conocemos comúnmente con el nombre de democracia. Exhiben una despreocupada insensatez apoyando a agresores contumaces y descarados, a sátrapas despiadados, a tiranuelos de tres al cuarto que, luciendo falsos ropajes de redentores nacionales, exhiben por todo éxito un amplio arsenal de medidas pseudolegales para silenciar a los disidentes, eliminar a los opositores y, como traca final, procurar apalancarse en el poder a mayor gloria de su ego y, sin duda, de sus cuentas bancarias. Olvidan los insensatos antisemitas que esta clase vampiros sociopolíticos, si alguna vez llegaran a lograr la destrucción de Israel, su siguiente paso sería ir a por el resto de países libres.
.
Todo lo precedente muestra unas concomitancias que suelen recidivar bajo las formas de inconsciencia, irracionalidad, comportamientos ilógicos, ilegítimos, inconsistentes por lo indocumentado de ellos, incoherentes para cualquiera que disponga de una normal capacidad analítica, y ello, hasta tal punto que pueden alcanzar el grado de imbecilidad en los casos más agudos de manipulación con el agravante de impunidad e indecencia. El antijudaísmo, en su ya lamentablemente conocida condición de implacable, resulta ser inconcebible para una mente medianamente aguda, y por inhumano, injurioso e insolente, es indefendible examinado bajo una óptica moral. Es, en definitiva, incalificablemente bochornoso por muy generosos criterios con los que se lo juzgue.
.
Pero si bien nos sorprende que unas mentes presuntamente lúcidas puedan llegar a tan peligrosa obnubilación, nos aterra que líderes que presumen de ser adalides de las libertades ciudadanas, compadreen con dictadores en impúdicos chaqueteos, en tanto que acosan (o tal parece) a un país bastión paradigmático de la defensa y sana administración del ejercicio de las antedichas capacidades democráticas. Por el bien de todos, esperemos que nuestros dirigentes sean capaces de reubicar sus simpatías antes de que leyes impuestas por personajillos atrabiliarios, previamente a que terroristas fanáticos auspiciados por ellos, o de que misiles montados por los tales al amparo de tibiezas y ambigüedades, puedan alcanzar no sólo a Israel sino también a esos aparentemente inasequibles santuarios occidentales. Ocurriría tal vez entonces, si tal eventualidad catastrófica se hiciera realidad, que algunos gobernantes políticamente miopes; muchos “progres”, que no progresistas; casi todos los “izquierdosos”, pero en ningún modo izquierdistas, entonces, digo, habrían de lamentar su indecisión de ahora. Lo malo será que en ese momento –igual que ocurriera en el primer tercio del siglo pasado y en los años inmediatos a él- seguramente ya sería tarde para actuar adecuadamente.
.
Si se me permite parafrasear a aquel estadista inglés, Lord Beaconsfield, diré que nuestra civilización no tiene amigos permanentes sino intereses permanentes. Y el apoyo a Israel debiera ser, a todas luces, no sólo el interés permanente de Occidente sino, y sobre todo, la mejor baza para mantener el activo inapreciable de eso que llamamos, con justo orgullo, nuestra civilización.
Pese a todo, aún quedan activísimos perseguidores de todo lo judío, aunque traten de parapetarse bajo el esperpéntico eufemismo de lo que dan en llamar antisionismo. Para dirigirse a estos especimenes, imitadores que tratan de superar la barbarie de avergonzantes predecesores, no es necesario llamarles émulos: basta con decirles “¡Eh, mulos!”. Y que me perdonen mis inteligentes lectores este rudimentario juego de palabras.

* Manuel Pérez Millos é socio de AGAI e colaborador habitual de AURORA.