Por Álvaro Otero
Faro de Vigo - 29/01/2015
Era la mañana del 27 de enero de 1945, hace ahora setenta años, cuando una avanzadilla de soldados del Ejército Rojo pertenecientes al Primer Frente Ucraniano,vestidos con trajes de camuflaje blancos, cruzaba el umbral de lo que parecía ser un enorme campo de concentración ubicado a las afueras de la localidad de Óswięcim, en la Alta Silesia polaca. Resultó que era mucho más que un campo de concentración. Acababan de descubrir el infierno de Auschwitz, una de las cumbres del horror humano.
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Faro de Vigo - 29/01/2015
Era la mañana del 27 de enero de 1945, hace ahora setenta años, cuando una avanzadilla de soldados del Ejército Rojo pertenecientes al Primer Frente Ucraniano,vestidos con trajes de camuflaje blancos, cruzaba el umbral de lo que parecía ser un enorme campo de concentración ubicado a las afueras de la localidad de Óswięcim, en la Alta Silesia polaca. Resultó que era mucho más que un campo de concentración. Acababan de descubrir el infierno de Auschwitz, una de las cumbres del horror humano.
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Los oficiales y guardias
del campo habían huido, dejando abandonados a su suerte a unos
pocos miles de prisioneros, tan debilitados y enfermos que ni
siquiera habían intentado huir. Entre ellos, un joven
químico italiano que gracias a su formación había
salvado el pellejo trabajando en lo que se conocía como Auschwitz
III o Monowitz, donde la empresa I.G. Farben, un
enorme conglomerado industrial integrado entre otras por
Bayer, Agfa y Basf, había intentado sin éxito
producir caucho sintético a gran escala utilizando la
fuerza esclava de los presos. Ese joven era Primo Levi, quien en su
célebre Si esto es un hombre cuenta que se topó
con los rusos mientras él y otro prisionero transportaban el
cadáver de un compañero muerto. “Pesaba muy poco –escribió,
con dramático laconismo-. Volcamos la camilla en la nieve gris”.
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Por esos días,
Vasili Grossman, empotrado en la vanguardia del
Ejército Rojo, se convertiría en el primer periodista en entrar
y escribir sobre el campo de extermino de Treblinka, unos
200 km. al nordeste de Varsovia, y gracias a su
espeluznante reportaje, y a los testimonios de los
supervivientes que vendrían después, el mundo asistiría a
una sucesión de crónicas y relatos que setenta años después siguen estremeciéndonos y haciendo
que nos preguntemos: “¿Cómo pudo ser posible”?
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Es
una pregunta difícil de responder. La historia funciona
como los accidentes de avión: nunca se explicapor una sola causa,
sino por la concatenación nefasta y azarosa de un buen puñado de
ellas. Así, con el extermino casi consumado de los judíos
europeos, donde lo inquietante no es tanto el alcance de
aquel drama como el hecho de que las bases ideológicas y
culturales que lo propiciaron sigan vivas
y vigentes en amplios sectores
de la población mundial.
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Hace unas
semanas, tras los asesinatos del semanario Charlie Hebdo y
del supermercado kosher de París, la
frase Je suis Charlie se convirtió
en santo y seña de la indignación ante el atentado. Se
reprodujo en medios de comunicación, en pancartas,
carteles y pins a lo largo y ancho del planeta, pero ni un
solo Je suis juif pudo asomar la
cabeza. De hecho, y a pesar de que en el supermercado murieron cuatro
jóvenes judíos, resulta difícil imaginar una ola de
solidaridad semejante a la mostrada con los trabajadores del
semanario. Y es que a pesar de Auschwitz, de los pogromos
que han salpicado la historia desde que el mundo es mundo, de
las diásporas y persecuciones que pespuntean la historia de los
israelitas, sigue siendo inconcebible un Yo
soy judío ocupando las portadas de los periódicos,
las pecheras de los políticos, de las estrellas de cine, de
la intelectualidad mundial. Acaso, como reflexiona Hannah Arendt
en Los orígenes del totalitarismo, el antisemitismo
está tan firmemente anclado en la cultura occidental que
nunca desaparece, sino solo se transforma, adopta
formas diferentes de expresión.
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En este sentido, y a
pesar de que el Holocausto fue urdido y ejecutado por el
fascismo alemán, desde Stalin hasta hoy ha sido la izquierda
europea la más proclive al persistente cultivo del mito
antisemita, y dentro ella la izquierda española, recogiendo
un testigo enraizado en el pogromo de los Reyes Católicos
y en la obsesión judeomasónica franquista. Es,
la mayor parte de las veces, un antisemitismo larvado, disfrazado de
buenas intenciones, que ha encontrado terreno abonado para
agazaparse, en los últimos años, en el conflicto árabe –
israelí. Solo así puede entenderse, en el caso de Galicia, el
lamentable espectáculo propiciado en su día por el Bloque
Nacionalista Galego con la expulsión de uno de sus
militantes, Pedro Gómez-Valadés, acusado del grave delito de ser
socio de la Asociación Galega de Amizade con Israel, o la imposibilidad
de que el Parlamento gallego aprobase en 2013 una declaración
oficial en conmemoración del Día Internacional del Holocausto ante
la negativa de BNG y AGE, justificada con un batiburrillo confuso
donde llegaron a declarar que Israel “no es un Estado democrático”,
como si eso, en caso de ser cierto –que no lo es- tuviese algo
que ver con los 6 millones de personas que fueron asesinadas en los
campos de exterminio nazis. Patético, sí, y preocupante.
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Setenta años
después, asistimos al aniversario de la liberación de
Auschwitz sin resolver el gran enigma antisemita de nuestra
civilización, contemplando las esvásticas que vuelven a brotar con
las crisis europeas, los amaneceres dorados a los que se
aferran, como en la Alemania hiperinflacionista de los años
30, quienes desesperan. Setenta años después, el misterio y el
horror permanecen intactos, y ya solo nos queda decir y escribir, una
y otra vez: Je suis juif, Je suis juif, Je
suis juif.