22/04/10

Una efemérides gozosa


Por Manuel S. Pérez Millos, membro da Asociación Galega de Amizade con Israel-AGAI
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Artigo publicado no semanario israelí AURORA http://www.aurora-israel.co.il/
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En estos días celebramos y tenemos muy presente un hecho, según me parece, doblemente singular: por lo insólito del acontecimiento y por la importancia que reviste. Me refiero, claro está, a lo sucedido hace 62 años –poco más que una gota de tiempo en el variopinto lago de la Historia- cuando tuvo lugar la reentrada de Israel en el conjunto de las naciones del planeta.

Digo que, a mi juicio, lo ocurrido entonces es único por lo sorprendente del caso, por cuanto no tengo noticia de que un pueblo desahuciado de su tierra, disperso por todo el mundo y que hubiera conseguido integrarse plenamente en otros predios hasta el punto de asimilar plenamente la cultura de los países donde se establecieron, de aportar su esfuerzo –y, en muchas ocasiones, su sangre- al engrandecimiento y defensa de esas naciones, y de sentirse ciudadanos de ellas, pese a persecuciones, discriminación y toda suerte de abusos durante casi 2.000 años, ese pueblo, insisto, siente la llamada de su pasado, de su tierra y, sobre todo, de la supervivencia y se establece de nuevo en el lugar de donde fueran extrañados por la fuerza. Pero no sólo es inusitado su retorno al lugar de sus ancestros; no es menos inaudito que hayan hecho florecer el desierto en una explosión de fertilidad, trocando abrojos por frutos, cambiando sequedales en vergeles o espacios yermos en habitación confortable y en industria puntera. Sin embargo, y pese a lo insólito de lo apuntado, lo más increíble es que consiguieran resucitar un idioma, el suyo, con tal grado de magistralidad, que cualquiera de sus prohombres del pasado, Moshe, David, Hillel, ¡pueden entenderse sin dificultad con los israelíes de hoy en día! Dejo volar mi imaginación y me paro a suponer los problemas que tendrían Licurgo, Sócrates, Julio César o Séneca para ser comprendidos en Laconia, Atenas, Roma o Córdoba en la actualidad.

Asimismo, apunto que es asombroso por su importancia. Y quisiera detenerme brevemente en este aserto, para mencionar tres ópticas bajo las que examinar mi afirmación. En primer lugar, considerándolo como una reparación histórica, por cuanto Israel perdió su soberanía territorial no voluntariamente sino por la fuerza de una potencia ocupante: Roma. Hubo de salir –aunque no en su absoluta totalidad- pero no hubo una renuncia a su suelo patrio. Tampoco desapareció la raza judía, que persistió en su ideal de retorno. Se esgrime por parte de los enemigos de Israel que el actual Estado es una artificialidad destinada a lavar la conciencia occidental, atormentada por su pasividad ante los crímenes del nazismo. Hablemos alto y claro: no hay tal. Occidente no padece insomnio por ese horror. Si Hitler no lo hubiera amenazado y, en cambio, le hubiera ofrecido garantías políticas y económicas que hicieran posible el mantenimiento del status quo, la convivencia habría derivado en connivencia sin mayor problema. Respecto del asunto de los judíos, los países occidentales tienen, de mayor o menor tamaño, cada uno “su muerto en el armario”, y nunca sufrieron –para su vergüenza, añado- especial desasosiego moral. Hay que decir, sin ambages, que la creación de un Estado para los judíos fue una necesidad y una solución conveniente para occidente. En el nacimiento del nuevo país, los únicos que aportaron ideales nobles fueron, cosa por otra parte completamente natural, los judíos, catalizados por el movimiento sionista.

En segundo término, el nacimiento de Israel fue importante para dotar al mundo de un referente. Dejémonos, de una vez, de eufemismos mentecatos en aras de no causar molestias ni tiranteces y apliquemos la imprescindible asertividad para decir, con toda claridad, que para nuestra cultura que presume de fundamentarse en el respeto hacia los otros (respeto por la vida, respeto a la mujer, respeto a las creencias ajenas, respeto a la libertad individual, respeto a expresarse libremente, y un largo etcétera) Israel es un paradigma que imitar y, a la vez, un dique de contención de la barbarie. Israel es el modelo a imitar en cuanto a ética: fiable en sus compromisos, observante de desconocida limpieza e inclusive de insólita humanidad en sus acciones de guerra (esto que acabo de decir, causa un especial sarpullido en los judeófobos, esos que son conocidos, ahora, como antisionistas. Pero da lo mismo como se les nombre, ya que son las mismas fieras obnubiladas que, por veteranas en tan indigna condición, ya son suficientemente conocidas), de progreso sólido y sostenible, o, en fin, de independencia entre poderes y de control de la Ley sobre cualquier otro Poder, a mayor beneficio de la ortopraxis democrática. ¿Es necesario añadir más ejemplaridades de Israel? Podríamos hacerlo, porque las hay.

En tercer lugar, Israel es la prueba empírica de que nada suple al trabajo y al estudio; de que la mejor inversión de una nación es en escuelas, universidades, museos, bibliotecas y laboratorios; de que se puede domar a la Naturaleza mediante una sinergia con sus propias potencialidades; que la tecnología es una escalera cada uno de cuyos peldaños, asentados en los precedentes, llegan a alcanzar insospechados techos de prosperidad y riqueza; que cualquier arenal es productivo y que el barbecho es necesario y provechoso; que casi cualquier desperdicio, como si fuera tratado por un redivivo Midas, en manos de los israelíes se convierte en el oro del siglo XXI: energía. Que el mundo se beneficia de la ejemplar aplicación de la nación judía es tan evidente, que caeríamos en una vulgar tautología si insistiéramos en demostrarlo.

También definí lo acaecido aquel 14 de mayo de 1948 (e.c.) como una reentrada. Aunque asumo mi impericia en el manejo del idioma castellano, he de decir que, en este caso concreto, estoy convencido de que no cometí ningún error. En efecto, por cuanto Israel nunca desapareció como pueblo perfectamente diferenciado (que no es lo mismo que segregacionista) ni renunció a recuperar su solar patrio, aquella determinación alcanzada en las Naciones Unidas no fue, sino, un reencuentro con la continuidad histórica. La civilización caldea desapareció, igual que la de los antiguos egipcios, la de los etruscos, los celtas y tantas otras. No así la hebrea. Es por ello que digo que en Nueva York, en aquella sesión en 1947, no hubo un proyecto de constitución de tres nuevos Estados sino la creación de dos nuevos, a saber, Jordania y Palestina, y la reconstrucción de un tercero: Israel.

Ahora bien, del mismo modo que a una persona se le requiere que asuma sus responsabilidades dentro del cuerpo social en que se desenvuelve, prestándole la ayuda necesaria, nosotros, a la vez que nos congratulamos con Israel en este nuevo Aniversario, debemos darle ánimo y apoyo recordándole que, tras haberse consolidado como nación, tiene una importante labor que desarrollar en el amplio marco del panorama internacional. Esta tarea que esperamos y necesitamos que Israel cumpla cabalmente, tiene manifestaciones diversas, alguna de las cuales enumeramos seguidamente: la defensa de los valores éticos y de convivencia propios de Occidente; la neutralización de la barbarie retrógrada; el freno a la agresividad fanática; la perseverancia en la demostración de que la gestión pública honesta no es una mera entelequia; el ejemplo cotidiano de que es posible conjugar desarrollo y ecologismo; que todos los actos, inclusive los del Estado, han de estar sujetos a la legalidad; el mejorar la calidad de vida mediante la aplicación práctica del resultado de los esfuerzos en el estudio y la investigación; la prevalencia de la vida, incluso la de los enemigos, sobre cualquier otro valor; que la nobleza de la ayuda desinteresada no empaña la firmeza de preservar la propia identidad; que es perfectamente compatible luchar por sobrevivir con la prestación de auxilio a los rivales, y, en resumen, que se puede crecer siendo solidario y benéfico con el conjunto de la humanidad. Es palmario que todas estas virtudes las viene practicando el estado judío desde su constitución. Pero debe continuar ejerciendo esta didascalía política, social y cultural, imprescindible en los tiempos que corren al presente.

Esto requiere, de manera capital, que Israel exista. Por tal razón, pese a la creciente y malsana animadversión que se suscita contra él, no puede cejar en defender los valores que preconiza ni, muchísimo menos, en mantener, a cualquier precio, su independencia o, lo que es igual en este caso particular, su derecho a vivir como nación soberana. En esta lucha por la perdurabilidad, tiene muchos frentes abiertos, de entre los cuales –ya que no es el menor de ellos- se debe mencionar explícitamente el de una opinión pública manipulada y mal informada. Pero Israel en ningún caso está solo. Muchos ciudadanos del mundo nos sentimos honrados de prestarle, en la medida que podamos, nuestra completa y desinteresada ayuda.

Tal vez sería interesante ahondar en las causas que determinan la no solamente injustificada sino injusta malquerencia de los antiisraelíes. No parece que sea este el momento más propicio para hacerlo. Solamente, para entretenimiento de mis lectores, me permito hacer una paráfrasis –acaso burdamente carrolliana- del aquel texto de Tirso de Molina (me parece que en su obra AMAR POR SEÑAS) cuando dice: “¿Qué diferencia el cielo hace, decid encinas y robles, entre villanos y nobles, que tanto los satisface?” y convertirlo en un denunciador: “¿Qué diferencia el cielo hace, decid mendaces y obtusos, entre generosidad y abusos, que tanto os satisface?”

Felicidades y los mejores deseos de prosperidad a Israel en el Sexagésimo Segundo aniversario de su refundación como patria judía. Pero, con la debida licencia, casi con igual entusiasmo me congratulo, por la parte que en conjunto nos afecta, de que la humanidad civilizada cuente en su seno con una nación como Israel.