ENTRE LA SANGRE Y LA ESPERANZA
(Reflexiones surgidas a raíz de un viaje a Israel)
Por Manuel S.Pérez Millos
(Reflexiones surgidas a raíz de un viaje a Israel)
Por Manuel S.Pérez Millos
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Hace unos pocos días hice realidad un viejo anhelo: conocer Israel. Desde luego, deseaba enterarme de primera mano, sobre el terreno y por mi propia experiencia, sobre la realidad de un país que, hasta el presente, se me pintó con colores muy poco edificantes. En mi caso, he de reconocerlo, por ser de natural poco crédulo, tantas y tan continuas acusaciones contra esa nación, me hacían propender a desconfiar de mis habituales informantes, sobre todo, porque las noticias que me llegaban al respecto, adolecían de flagrantes contradicciones. Se me juntaban, además, el hambre con las ganas de comer, esto es, que siendo visceralmente célibe cuanto a opinión –es decir, que no me caso con nadie-, rehuyo hacer mías, sin más, las consignas al uso, los puntos de vista impuestos y, en general, cualquier especie de manipulación interesada, tanto más, si estos manejos se engarzan en afectos espurios o en posicionamientos y juicios manifiestamente parciales. Pienso, como Quevedo, que no siempre de ha de sentir lo que se dice, sino que se debe decir lo que se siente. Por todo ello, al inicio del viaje y en los días precedentes, estaba expectante.
Tal vez, si en lugar de ir a Israel me desplazase a otro sitio, lo normal sería omitir lo que son detalles sobre el mero traslado desde el punto de partida hasta el de llegada. Por regla general, cualquiera que sea el medio de transporte empleado, el tránsito es tan semejante como anodino. Pero hete aquí que, en este viaje que refiero, las sorpresas comenzaron en el mismo aeropuerto de Madrid-Barajas. En efecto, era la primera vez que sufría un interrogatorio por parte de personal de seguridad de una línea aérea. El muy cortés pero firme examen a que me sometió la agente de seguridad de compañía El-Al, me hizo recordar abruptamente que iba a volar hacia un país cuya existencia está violenta, reiterada y públicamente amenazada, hasta tal punto, que los perpetradores de tales amenazas ya tienen borrado de sus mapas al pequeño estado judío. Pero en fin, que se superó sin ninguna incidencia este trámite poco usual y, tras pasar los controles policiales ordinarios, embarcamos en la aeronave que cubre el servicio regular de Madrid a Tel-Aviv.
Tras un vuelo de unas cuatro horas, aterrizamos en el aeropuerto Ben Gurion. Como durante el trayecto –a pesar de viajar con algunos conocidos- me cupo en suerte ir solo, entretuve parte del tiempo en diseñar una especie de Diario de Viaje que me proponía llevar a término. Tras analizar varias posibilidades, opté, siempre tan poco original, por hacerlo al estilo más tradicional, esto es: anotar meramente fechas, itinerarios y sencillas descripciones étnico-topográficas.
Tal intención resultó vana, ya que me pareció un desperdicio de tiempo describir algo tan prosaico. Este cambio de intención al que me estoy refiriendo, fue provocado por el hecho de descubrir que más que recuerdos de excursiones, me interesaba consignar sensaciones. La primera de ellas, fue constatar que Israel es, a pesar de lo que se informe habitualmente al respecto, un país moderno y normal, equiparable a cualquier otro de nuestro entorno cultural. Que haga gala de modernidad no es cosa extraña, ya que fue constituido a finales de 1948, lo que equivale a decir que el actual Israel y yo tenemos casi la misma edad. Sí me impactó más verificar que es una nación, hablando en términos meramente sociales, perfectamente homologable con España, Francia, Gran Bretaña, o cualquier otro estado democrático y civilizado. Así, pues, el primer infundio que se desmoronó ante el golpe contundente de la evidencia, es que “los judíos son, sino cerradamente obtusos, cuando menos bastante raros”. Esta condición de normalidad a la que aludo, es tanto más notoria si se tiene en cuenta que se trata de un territorio que sufre persistentemente el azote del terrorismo. Pese a ello, ni me sentí constreñido por cohortes de agentes secretos, ni sometido a especial vigilancia policial, ni atemorizado por la presencia anormal de efectivos militares (de hecho, en la terminal de vuelos internacionales, solamente vi a una soldado de servicio, armado, en la calle, delante de la puerta de salida). Teniendo en cuenta que se trata de un Estado al que combaten ferozmente sus vecinos, me pareció cosa en verdad extraordinaria que pudiera sentirme tan cómodo allí como en mi propio país.
Lo segundo que me llamó poderosa y muy favorablemente la atención, fue el orden y la laboriosidad. Fue la misma sensación que tuve –lo recuerdo muy bien- hace muchos, muchos años, en una entidad bancaria en Ámsterdam. Era realmente grato ver como la gente trabajaba sin estridencias, con eficacia. Posteriormente, algún israelí me dijo que el funcionamiento del aeropuerto es muy mejorable. Tal vez es que no haya visto como andan estas cosas en otras partes. A modo de anécdota, referiré que el único incidente fue que a un matrimonio que viajaba en el mismo vuelo, se les extravió una maleta que, según supe luego, les fue entregada al día siguiente en el hotel donde nos alojamos en Jerusalén.
Ya que menciono el hotel, no quiero omitir que parte del servicio estaba a cargo de palestinos, lo que me abrió nuevas ambiciones informativas, que me propuse satisfacer más adelante, en cuanto tuviera una oportunidad propicia.
La tercera cosa que me sorprendió fue la percepción de estar en una democracia real y amplia. Me percaté de que en Israel no hay ningún tipo de cortapisa que limite la libertad de opinión. Entre la ciudadanía del país hay quienes apoyan y quienes critican las decisiones gubernamentales, y unos y otros lo hacen con el entusiasmo que da el saber que nadie te va a enjuiciar u ocasionarte cualquier otro tipo de molestia por ello. De hecho, alguna de las más altas autoridades del Estado están siendo encausadas por la Justicia que, por cierto, funciona con total independencia de los poderes políticos o legislativos de la nación, hasta tal punto que se permite enmendar la plana con decisiones de inexcusable cumplimiento, al propio ejecutivo. Por su parte, la prensa actúa con entera capacidad analítica, informativa y de opinión; solamente hay un pacto tácito concertado entre los propios medios de comunicación, que les obliga a someterse voluntariamente a una especie de censura militar por razón de salvaguardar la seguridad nacional. Esto también tuve oportunidad de constatarlo sobre el terreno, con lo cual, la acusación de que Israel sea una especie de gestor de los intereses USA en la región, es otra leyenda que se viene abajo. Que el Estado de Israel es una plena democracia lo prueban todas las circunstancias, desde la más próxima, tal que no hay limitación de derechos ciudadanos impuesta por el Estado, ya sea por razón de sexo, religión o cualquier otra particularidad, o la más solemne, por ejemplo, que en la Kneset o parlamento unicameral israelí, haya diputados árabes que, juntamente con el resto de la oposición, controlan al Gobierno de la nación y defienden soberanamente los legítimos intereses de sus votantes. Otra prueba empírica de la completa democracia israelí, es que hay un laicismo de facto que permite vivir a cada cual según le plazca, lo mismo en materia de atuendo, que en cuanto a confesionalidad religiosa o relativo a cualquier otra índole personal. En Israel se puede ser libremente ultraortodoxo judío, ateo o practicante de la religión que se elija, con la única limitación que impone el respeto a los demás. En cuanto a lo que se está tratando, el propio Estado se compromete a garantizar el ejercicio de tales derechos individuales. Pienso que, curiosamente, desde la izquierda política, se anatematiza a Israel y se defienden impúdicamente otros regímenes vecinos dominados por la dictadura de posiciones confesionales que, incluso, llegan a perseguir con saña a los practicantes de otros cultos, acosan a las mujeres por el hecho de serlo e intervienen en esferas tan privadas como la orientación sexual de cada persona. Tales comparaciones, solamente me permiten lamentarme ante tan agraviante ceguera diciendo, como el Hidalgo de La Mancha, ¡cosas veredes!
Otra, a mi juicio, feliz característica de Israel, es su amor por la cultura. Uno se extasía visitando sus museos, que aúnan la sencillez de la presentación con la profundidad de la información. Desgraciadamente, no tuve oportunidad de asistir a ningún concierto, ni de acceder a sus bibliotecas. Si pude ver in situ la calidad de alguna de sus universidades, sobre las que puedo afirmar que no desdicen de ninguna de las occidentales. A la vista de tal caldo de cultivo, no extraña la continua eclosión de Premios Nobel o de galardonados de semejante rango que aportan los judíos.
Me impresionó muy gratamente el respeto que los israelíes sienten por su Historia. Me faltaría tiempo para tratar acerca de las perseverantes indagaciones arqueológicas, la conservación de zonas como Masada, los Museos Yaz Vashem, de La Diáspora o Hertzl, el Museo-Exposición del Arma de Caballería, el histórico kibbutz de Rejovot, Qumram y su complemento del Museo del Libro, y tantos otros lugares que publican plástica y elocuentemente, los diversos avatares gratos o penosos del pueblo hebreo. Habiendo visto estas cosas, estoy persuadido de que un pueblo tan conocedor y estudioso de su pasado, necesariamente tiene asegurado su futuro.
De la observación de cómo funciona, por lo menos aparentemente, la sociedad israelí, saqué la conclusión de que su éxito radica en que tienen un objetivo común: la supervivencia; saben cómo alcanzarlo: mediante la eficacia y una sabia distribución de funciones; y, por último, poseen los medios para lograrlo: a través de una esforzada y responsable dedicación a la tarea que corresponde a cada uno. Es decir: Israel, según me parece, forma un equipo con todos sus componentes perfectamente capaces, enteramente al corriente de las funciones que les son propias y totalmente entregados al bien común. Así, desde el soldado hasta el industrial; del jubilado al asalariado; del científico al artesano, todos se saben piezas necesarias y aportan lo que poseen: conocimientos, experiencia, fuerza, juventud, tiempo o esfuerzo. Ese y no otro es, a mi modesto entender, el secreto de los notables éxitos que, en todos los campos, alcanza el Estado de Israel.
Hasta el día de hoy, se me pintó a Israel como un estado imperialista, victimario implacable de inocentes y desalmado abusador de su fuerza militar. Esta iconografía pavorosa comprobé personalmente que es falsa. Ciertamente, sus fuerzas armadas, el Tsahal, son de un poder y una eficacia formidables; pero es gracias a ello que el pequeño estado, territorialmente hablando, subsiste en la actualidad. Es una patraña (y algún día se conocerán los motivos reales que la sustentan) que practique ningún tipo de dominación hegemónica. He aquí una prueba: ¿qué nación con ínfulas imperialistas y carente de recursos energéticos propios, devuelve a su vecino el único territorio con bolsas de petróleo? Pues eso hizo Israel con Egipto al entregarle la península del Sinaí. Se acusa a la nación hebrea de masacrar a civiles y de torpedear cuantas acciones humanitarias pueda. Si esto es así, ¿qué explicación cabe dar a los miles (digo bien miles, y no pocos) de misiles que cayeron y siguen cayendo sobre población civil? ¿A qué se destinan las enormes cantidades de explosivos que se introducen en territorio palestino, clandestinamente y de manera continua? ¿Serán acaso para hacer invisibles obras públicas? ¿Son imaginarios los episodios de la Villa Olímpica de Munich (5 de septiembre de 1972), o el secuestro de Entebbe (27 de junio de 1976), o tantos otros ejemplos de acciones terroristas contra los judíos? Las amenazas de Ahmadineyad, ¿son baladronadas de inofensivo matón tabernario o son declaraciones de intenciones de un jefe de estado poseedor de un impresionante poderío militar y, acaso, en breve tiempo potencia nuclear? ¿Son, tal vez, fruto de un mal sueño las noticias acerca de los incesantes llamados desde las mezquitas a acabar con Israel? Los cinturones de explosivos que portan los suicidas, ¿serán, acaso, para montar inocentes jaranas en mercados o autobuses?
Pero no se debe perder de vista que aunque la supervivencia de Israel es competencia de su milicia, su general progreso y bienestar provienen, especialmente, de un espíritu emprendedor, de una estrategia económica y comercial encomiable y de una ejemplar política de apoyo a la inversión, tanto a través de la concesión de determinados apoyos por parte de la Administración, como del desarrollo de iniciativas privadas. Tuve ocasión de visitar la Bolsa de Diamantes, bodegas de vinos y diversas industrias, así como también obtener información en cuanto a la gestión de “viveros” de empresas. Todos estos esfuerzos, toda esta laboriosidad, hacen que Israel dependa cada vez más de sí mismo y, al tiempo, que vaya consolidando sus exportaciones, especialmente en tecnologías punteras, tales que la informática, la electrónica o la industria farmacéutica, entre otras varias.
Sobre este aspecto que trato, pude constatar que el milagro económico y tecnológico israelí no es fruto del fantasmal lobby judío, como se intentó hacerme creer machaconamente. El dinero de Israel procede de su esfuerzo y de sus capacidades aplicadas a lo productivo. De hecho, el dinero está, naturalmente enterrado bajo las arenas en forma de hidrocarburos, en poder de los países árabes de la zona.
Ya que menciono la actitud de Israel con sus vecinos, no puedo omitir dos detalles sorprendentes: el uno, que los territorios que se compromete a entregar a la ANP, son dados con unas magníficas dotaciones en cuanto a infraestructuras, hospitales y otras instalaciones de utilidad. Que nadie trate de inducirme a creer lo contrario, ya que yo mismo he circulado por una excelente autopista que está construyendo en territorio de Cisjordania, previo a su transferencia a la Autoridad Nacional Palestina. A lo dicho, cabe añadir las diversas edificaciones que son gozosamente arrasadas por sus receptores, según se ha visto a través de imágenes difundidas por elementos tan poco sospechosos de simpatizar con los judíos, como son las cadenas de televisión españolas. Esto constituye, dicho con amarga ironía, una nueva evidencia del “malsano imperialismo sionista”. El segundo detalle asombroso fue la visita al Hospital Hadasa, con magníficas vidrieras pintadas por Chagall, por cierto. En este centro sanitario constaté, con la modestísima autoridad que me da mi oficio, el excelente trato que reciben los pacientes…¿israelíes? No, señor. Mayormente palestinos que acuden a Israel a curarse. Otra evidencia del “crudelísimo” trato que reciben los oprimidos por parte del opresor (según versión de los medios de comunicación españoles). ¡Ah! y del terrible muro, como de la riqueza y de la santidad: la mitad de la mitad. Solamente hay muro en contados sitios; el resto es una valla de alambre. Por otra parte, todo este dispositivo se desmantelaría en el momento en que los agentes del terror decidieran dejar de pasar a Israel con el puñetero propósito de destripar judíos. Así de claro.
Durante mi periplo, visité Belén, en territorio palestino. Omito describir las diferencias entre Cisjordania e Israel, porque no hacen al caso de este breve recordatorio. Si quiero, sin embargo, que me quede constancia de lo siguiente: Israel divide los territorios que administra en varios órdenes. Uno de ellos, es lo que llaman territorios B, esto es, que Israel renuncia a ellos y que serán entregados a la jurisdicción Palestina tan pronto como los compromisos tocantes a la seguridad nacional israelí, estén debidamente garantizados. A estas zonas no pasan los israelíes, por expresa prohibición de su Gobierno. En el caso de, por ejemplo, guías de turismo, se pretende, además, no perjudicar el medio de sustento de los autóctonos. En Belén, digo, estuve en la iglesia de Natividad, contigua al Convento franciscano. No pude por menos que recordar que quienes montaron una tremenda lucha como respuesta a una cierta visita a un lugar público al pie de Al-Aqsa, o dispensaron órdenes de asesinato contra los caricaturistas de Mahoma, no tuvieron inconveniente, sin embargo, en orinar y defecar en el lugar sagrado –bien que de otros- donde estaban acogidos. Tampoco hicieron ascos a asaltar la despensa del convento, pese a que –a las imágenes de prensa me remito- eran surtidos cotidianamente con raciones de comida por los crueles israelíes. Seguramente, estos desajustes de conducta se resolverán con la Alianza de Civilizaciones, que logrará ser culminada con éxito no más tarde, pero tampoco antes, de un par de semanas después de que la Luna fije su residencia permanente en el Lago de Sanabria.
Tuve ocasión de relacionarme con algunos palestinos que trabajan en Israel. De sus manifestaciones, extraje las siguientes impresiones: primera, que no se sienten en absoluto discriminados en cuanto a derechos ciudadanos o cualesquiera otras ventajas sociales. Segunda, que ni renuncian a su condición de palestinos, ni se sienten compelidos a ello por nadie. Tercera, que trabajan en Israel porque las condiciones laborales son muy superiores a las que disfrutarían en su tierra. Alguno de mis nuevos amigos palestinos viven en Israel, otros residen en Cisjordania e, inclusive, los hay propietarios de prósperos negocios en Israel. Los árabes no carecen de ninguno de los derechos laborales de que gozan los israelíes, y los que tienen ciudadanía en el estado hebreo, poseen los mismos privilegios que los judíos, si bien no están sujetos a las mismas obligaciones, como por ejemplo, a la prestación del servicio militar. ¿Por discriminación? En absoluto, puesto que los árabes drusos y los beduinos, toda vez que han reclamado su participación en las fuerzas armadas, cumplen con esta imposición en las mismas condiciones que un judío. Sobre lo que estoy tratando, es gratificante ver en algunas poblaciones que pude visitar, la armonía que reina entre árabes y judios.
Israel me mostró, visto desapasionadamente, que, pese a los infundios que sobre él se vierten, es un país amante de la paz y que practica un escrupuloso respeto por la vida. Nada que ver, desde luego, con las informaciones deformadas, falaces y torticeras con las que nos hacen desayunar, almorzar y cenar los informativos nacionales, así como las proclamas de muchos –o al menos de algunos- colectivos y partidos políticos. Por lo sensible de las pruebas, me abstengo de consignarlas por escrito, pero dispongo de evidencias que corroboran mi afirmación, de las cuales espero no olvidarme en el futuro pese a lo poco fiable de mi memoria. He visto lo que he visto, he comprobado lo que he comprobado y, por consiguiente, ya no me dejo engañar.
La situación en Israel actualmente tiene mucho de desconcertante. Es inconcebible que un país que se aviene a negociar con sus adversarios, que devuelve territorios, que trata con exquisita humanidad a los habitantes de territorios hostiles, que practica una democracia ejemplar, donde la mujer es respetada, donde ni animales ni persona alguna son acosados o maltratados, con un sistema social y político avanzado, cuya pujanza se basa en el trabajo y la cultura, que se ve hostigado cruel y permanentemente, que garantiza el libre ejercicio de los derechos de cualquier persona, que encarcela terroristas solamente tras ser juzgados con todas las garantías procesales, que pese a adornarse de tales virtudes sea, sin embargo, permanentemente vilipendiado. Curiosamente, en vez de tomar ejemplo de sociedades así, nos esforzamos en justificar actitudes que reprobamos teóricamente, o callamos vergonzosamente ante ellas.
Es tanto más sorprendente por cuanto estos modos se perciben especialmente en ambientes progresistas, o así autocalificados. En Israel triunfó el socialismo como no lo hizo ni en la Rusia soviética ni en cualquier otro país comunista. En el ámbito de los kibbutzs se viven los paradigmas socialistas plenamente. Desde los establecimientos de atención y ocio para la tercera edad, hasta los refugios antibombardeo donde tienen, por razones lamentablemente obvias, preferencia los niños. Reitero lo dicho: no me engañan más los corifeos fascistas y pseudoizquierdistas, porque estuve viviendo en un kibbutz y, por consiguiente, pude obtener información de primera mano sobre el particular, y ver con mis propios ojos lo que refiero.
En resumen: si tuviera que identificar a Israel con algún material de uso más o menos común, lo asimilaría al cristal blindado de un escaparate: transparente y resistente a los golpes y a la presión.
Israel me demostró que ama la paz, aunque no le dejan disfrutarla. Es un país, un gran país, que vive entre la sangre que le derraman y la esperanza de un futuro inevitablemente brillante.
Hace unos pocos días hice realidad un viejo anhelo: conocer Israel. Desde luego, deseaba enterarme de primera mano, sobre el terreno y por mi propia experiencia, sobre la realidad de un país que, hasta el presente, se me pintó con colores muy poco edificantes. En mi caso, he de reconocerlo, por ser de natural poco crédulo, tantas y tan continuas acusaciones contra esa nación, me hacían propender a desconfiar de mis habituales informantes, sobre todo, porque las noticias que me llegaban al respecto, adolecían de flagrantes contradicciones. Se me juntaban, además, el hambre con las ganas de comer, esto es, que siendo visceralmente célibe cuanto a opinión –es decir, que no me caso con nadie-, rehuyo hacer mías, sin más, las consignas al uso, los puntos de vista impuestos y, en general, cualquier especie de manipulación interesada, tanto más, si estos manejos se engarzan en afectos espurios o en posicionamientos y juicios manifiestamente parciales. Pienso, como Quevedo, que no siempre de ha de sentir lo que se dice, sino que se debe decir lo que se siente. Por todo ello, al inicio del viaje y en los días precedentes, estaba expectante.
Tal vez, si en lugar de ir a Israel me desplazase a otro sitio, lo normal sería omitir lo que son detalles sobre el mero traslado desde el punto de partida hasta el de llegada. Por regla general, cualquiera que sea el medio de transporte empleado, el tránsito es tan semejante como anodino. Pero hete aquí que, en este viaje que refiero, las sorpresas comenzaron en el mismo aeropuerto de Madrid-Barajas. En efecto, era la primera vez que sufría un interrogatorio por parte de personal de seguridad de una línea aérea. El muy cortés pero firme examen a que me sometió la agente de seguridad de compañía El-Al, me hizo recordar abruptamente que iba a volar hacia un país cuya existencia está violenta, reiterada y públicamente amenazada, hasta tal punto, que los perpetradores de tales amenazas ya tienen borrado de sus mapas al pequeño estado judío. Pero en fin, que se superó sin ninguna incidencia este trámite poco usual y, tras pasar los controles policiales ordinarios, embarcamos en la aeronave que cubre el servicio regular de Madrid a Tel-Aviv.
Tras un vuelo de unas cuatro horas, aterrizamos en el aeropuerto Ben Gurion. Como durante el trayecto –a pesar de viajar con algunos conocidos- me cupo en suerte ir solo, entretuve parte del tiempo en diseñar una especie de Diario de Viaje que me proponía llevar a término. Tras analizar varias posibilidades, opté, siempre tan poco original, por hacerlo al estilo más tradicional, esto es: anotar meramente fechas, itinerarios y sencillas descripciones étnico-topográficas.
Tal intención resultó vana, ya que me pareció un desperdicio de tiempo describir algo tan prosaico. Este cambio de intención al que me estoy refiriendo, fue provocado por el hecho de descubrir que más que recuerdos de excursiones, me interesaba consignar sensaciones. La primera de ellas, fue constatar que Israel es, a pesar de lo que se informe habitualmente al respecto, un país moderno y normal, equiparable a cualquier otro de nuestro entorno cultural. Que haga gala de modernidad no es cosa extraña, ya que fue constituido a finales de 1948, lo que equivale a decir que el actual Israel y yo tenemos casi la misma edad. Sí me impactó más verificar que es una nación, hablando en términos meramente sociales, perfectamente homologable con España, Francia, Gran Bretaña, o cualquier otro estado democrático y civilizado. Así, pues, el primer infundio que se desmoronó ante el golpe contundente de la evidencia, es que “los judíos son, sino cerradamente obtusos, cuando menos bastante raros”. Esta condición de normalidad a la que aludo, es tanto más notoria si se tiene en cuenta que se trata de un territorio que sufre persistentemente el azote del terrorismo. Pese a ello, ni me sentí constreñido por cohortes de agentes secretos, ni sometido a especial vigilancia policial, ni atemorizado por la presencia anormal de efectivos militares (de hecho, en la terminal de vuelos internacionales, solamente vi a una soldado de servicio, armado, en la calle, delante de la puerta de salida). Teniendo en cuenta que se trata de un Estado al que combaten ferozmente sus vecinos, me pareció cosa en verdad extraordinaria que pudiera sentirme tan cómodo allí como en mi propio país.
Lo segundo que me llamó poderosa y muy favorablemente la atención, fue el orden y la laboriosidad. Fue la misma sensación que tuve –lo recuerdo muy bien- hace muchos, muchos años, en una entidad bancaria en Ámsterdam. Era realmente grato ver como la gente trabajaba sin estridencias, con eficacia. Posteriormente, algún israelí me dijo que el funcionamiento del aeropuerto es muy mejorable. Tal vez es que no haya visto como andan estas cosas en otras partes. A modo de anécdota, referiré que el único incidente fue que a un matrimonio que viajaba en el mismo vuelo, se les extravió una maleta que, según supe luego, les fue entregada al día siguiente en el hotel donde nos alojamos en Jerusalén.
Ya que menciono el hotel, no quiero omitir que parte del servicio estaba a cargo de palestinos, lo que me abrió nuevas ambiciones informativas, que me propuse satisfacer más adelante, en cuanto tuviera una oportunidad propicia.
La tercera cosa que me sorprendió fue la percepción de estar en una democracia real y amplia. Me percaté de que en Israel no hay ningún tipo de cortapisa que limite la libertad de opinión. Entre la ciudadanía del país hay quienes apoyan y quienes critican las decisiones gubernamentales, y unos y otros lo hacen con el entusiasmo que da el saber que nadie te va a enjuiciar u ocasionarte cualquier otro tipo de molestia por ello. De hecho, alguna de las más altas autoridades del Estado están siendo encausadas por la Justicia que, por cierto, funciona con total independencia de los poderes políticos o legislativos de la nación, hasta tal punto que se permite enmendar la plana con decisiones de inexcusable cumplimiento, al propio ejecutivo. Por su parte, la prensa actúa con entera capacidad analítica, informativa y de opinión; solamente hay un pacto tácito concertado entre los propios medios de comunicación, que les obliga a someterse voluntariamente a una especie de censura militar por razón de salvaguardar la seguridad nacional. Esto también tuve oportunidad de constatarlo sobre el terreno, con lo cual, la acusación de que Israel sea una especie de gestor de los intereses USA en la región, es otra leyenda que se viene abajo. Que el Estado de Israel es una plena democracia lo prueban todas las circunstancias, desde la más próxima, tal que no hay limitación de derechos ciudadanos impuesta por el Estado, ya sea por razón de sexo, religión o cualquier otra particularidad, o la más solemne, por ejemplo, que en la Kneset o parlamento unicameral israelí, haya diputados árabes que, juntamente con el resto de la oposición, controlan al Gobierno de la nación y defienden soberanamente los legítimos intereses de sus votantes. Otra prueba empírica de la completa democracia israelí, es que hay un laicismo de facto que permite vivir a cada cual según le plazca, lo mismo en materia de atuendo, que en cuanto a confesionalidad religiosa o relativo a cualquier otra índole personal. En Israel se puede ser libremente ultraortodoxo judío, ateo o practicante de la religión que se elija, con la única limitación que impone el respeto a los demás. En cuanto a lo que se está tratando, el propio Estado se compromete a garantizar el ejercicio de tales derechos individuales. Pienso que, curiosamente, desde la izquierda política, se anatematiza a Israel y se defienden impúdicamente otros regímenes vecinos dominados por la dictadura de posiciones confesionales que, incluso, llegan a perseguir con saña a los practicantes de otros cultos, acosan a las mujeres por el hecho de serlo e intervienen en esferas tan privadas como la orientación sexual de cada persona. Tales comparaciones, solamente me permiten lamentarme ante tan agraviante ceguera diciendo, como el Hidalgo de La Mancha, ¡cosas veredes!
Otra, a mi juicio, feliz característica de Israel, es su amor por la cultura. Uno se extasía visitando sus museos, que aúnan la sencillez de la presentación con la profundidad de la información. Desgraciadamente, no tuve oportunidad de asistir a ningún concierto, ni de acceder a sus bibliotecas. Si pude ver in situ la calidad de alguna de sus universidades, sobre las que puedo afirmar que no desdicen de ninguna de las occidentales. A la vista de tal caldo de cultivo, no extraña la continua eclosión de Premios Nobel o de galardonados de semejante rango que aportan los judíos.
Me impresionó muy gratamente el respeto que los israelíes sienten por su Historia. Me faltaría tiempo para tratar acerca de las perseverantes indagaciones arqueológicas, la conservación de zonas como Masada, los Museos Yaz Vashem, de La Diáspora o Hertzl, el Museo-Exposición del Arma de Caballería, el histórico kibbutz de Rejovot, Qumram y su complemento del Museo del Libro, y tantos otros lugares que publican plástica y elocuentemente, los diversos avatares gratos o penosos del pueblo hebreo. Habiendo visto estas cosas, estoy persuadido de que un pueblo tan conocedor y estudioso de su pasado, necesariamente tiene asegurado su futuro.
De la observación de cómo funciona, por lo menos aparentemente, la sociedad israelí, saqué la conclusión de que su éxito radica en que tienen un objetivo común: la supervivencia; saben cómo alcanzarlo: mediante la eficacia y una sabia distribución de funciones; y, por último, poseen los medios para lograrlo: a través de una esforzada y responsable dedicación a la tarea que corresponde a cada uno. Es decir: Israel, según me parece, forma un equipo con todos sus componentes perfectamente capaces, enteramente al corriente de las funciones que les son propias y totalmente entregados al bien común. Así, desde el soldado hasta el industrial; del jubilado al asalariado; del científico al artesano, todos se saben piezas necesarias y aportan lo que poseen: conocimientos, experiencia, fuerza, juventud, tiempo o esfuerzo. Ese y no otro es, a mi modesto entender, el secreto de los notables éxitos que, en todos los campos, alcanza el Estado de Israel.
Hasta el día de hoy, se me pintó a Israel como un estado imperialista, victimario implacable de inocentes y desalmado abusador de su fuerza militar. Esta iconografía pavorosa comprobé personalmente que es falsa. Ciertamente, sus fuerzas armadas, el Tsahal, son de un poder y una eficacia formidables; pero es gracias a ello que el pequeño estado, territorialmente hablando, subsiste en la actualidad. Es una patraña (y algún día se conocerán los motivos reales que la sustentan) que practique ningún tipo de dominación hegemónica. He aquí una prueba: ¿qué nación con ínfulas imperialistas y carente de recursos energéticos propios, devuelve a su vecino el único territorio con bolsas de petróleo? Pues eso hizo Israel con Egipto al entregarle la península del Sinaí. Se acusa a la nación hebrea de masacrar a civiles y de torpedear cuantas acciones humanitarias pueda. Si esto es así, ¿qué explicación cabe dar a los miles (digo bien miles, y no pocos) de misiles que cayeron y siguen cayendo sobre población civil? ¿A qué se destinan las enormes cantidades de explosivos que se introducen en territorio palestino, clandestinamente y de manera continua? ¿Serán acaso para hacer invisibles obras públicas? ¿Son imaginarios los episodios de la Villa Olímpica de Munich (5 de septiembre de 1972), o el secuestro de Entebbe (27 de junio de 1976), o tantos otros ejemplos de acciones terroristas contra los judíos? Las amenazas de Ahmadineyad, ¿son baladronadas de inofensivo matón tabernario o son declaraciones de intenciones de un jefe de estado poseedor de un impresionante poderío militar y, acaso, en breve tiempo potencia nuclear? ¿Son, tal vez, fruto de un mal sueño las noticias acerca de los incesantes llamados desde las mezquitas a acabar con Israel? Los cinturones de explosivos que portan los suicidas, ¿serán, acaso, para montar inocentes jaranas en mercados o autobuses?
Pero no se debe perder de vista que aunque la supervivencia de Israel es competencia de su milicia, su general progreso y bienestar provienen, especialmente, de un espíritu emprendedor, de una estrategia económica y comercial encomiable y de una ejemplar política de apoyo a la inversión, tanto a través de la concesión de determinados apoyos por parte de la Administración, como del desarrollo de iniciativas privadas. Tuve ocasión de visitar la Bolsa de Diamantes, bodegas de vinos y diversas industrias, así como también obtener información en cuanto a la gestión de “viveros” de empresas. Todos estos esfuerzos, toda esta laboriosidad, hacen que Israel dependa cada vez más de sí mismo y, al tiempo, que vaya consolidando sus exportaciones, especialmente en tecnologías punteras, tales que la informática, la electrónica o la industria farmacéutica, entre otras varias.
Sobre este aspecto que trato, pude constatar que el milagro económico y tecnológico israelí no es fruto del fantasmal lobby judío, como se intentó hacerme creer machaconamente. El dinero de Israel procede de su esfuerzo y de sus capacidades aplicadas a lo productivo. De hecho, el dinero está, naturalmente enterrado bajo las arenas en forma de hidrocarburos, en poder de los países árabes de la zona.
Ya que menciono la actitud de Israel con sus vecinos, no puedo omitir dos detalles sorprendentes: el uno, que los territorios que se compromete a entregar a la ANP, son dados con unas magníficas dotaciones en cuanto a infraestructuras, hospitales y otras instalaciones de utilidad. Que nadie trate de inducirme a creer lo contrario, ya que yo mismo he circulado por una excelente autopista que está construyendo en territorio de Cisjordania, previo a su transferencia a la Autoridad Nacional Palestina. A lo dicho, cabe añadir las diversas edificaciones que son gozosamente arrasadas por sus receptores, según se ha visto a través de imágenes difundidas por elementos tan poco sospechosos de simpatizar con los judíos, como son las cadenas de televisión españolas. Esto constituye, dicho con amarga ironía, una nueva evidencia del “malsano imperialismo sionista”. El segundo detalle asombroso fue la visita al Hospital Hadasa, con magníficas vidrieras pintadas por Chagall, por cierto. En este centro sanitario constaté, con la modestísima autoridad que me da mi oficio, el excelente trato que reciben los pacientes…¿israelíes? No, señor. Mayormente palestinos que acuden a Israel a curarse. Otra evidencia del “crudelísimo” trato que reciben los oprimidos por parte del opresor (según versión de los medios de comunicación españoles). ¡Ah! y del terrible muro, como de la riqueza y de la santidad: la mitad de la mitad. Solamente hay muro en contados sitios; el resto es una valla de alambre. Por otra parte, todo este dispositivo se desmantelaría en el momento en que los agentes del terror decidieran dejar de pasar a Israel con el puñetero propósito de destripar judíos. Así de claro.
Durante mi periplo, visité Belén, en territorio palestino. Omito describir las diferencias entre Cisjordania e Israel, porque no hacen al caso de este breve recordatorio. Si quiero, sin embargo, que me quede constancia de lo siguiente: Israel divide los territorios que administra en varios órdenes. Uno de ellos, es lo que llaman territorios B, esto es, que Israel renuncia a ellos y que serán entregados a la jurisdicción Palestina tan pronto como los compromisos tocantes a la seguridad nacional israelí, estén debidamente garantizados. A estas zonas no pasan los israelíes, por expresa prohibición de su Gobierno. En el caso de, por ejemplo, guías de turismo, se pretende, además, no perjudicar el medio de sustento de los autóctonos. En Belén, digo, estuve en la iglesia de Natividad, contigua al Convento franciscano. No pude por menos que recordar que quienes montaron una tremenda lucha como respuesta a una cierta visita a un lugar público al pie de Al-Aqsa, o dispensaron órdenes de asesinato contra los caricaturistas de Mahoma, no tuvieron inconveniente, sin embargo, en orinar y defecar en el lugar sagrado –bien que de otros- donde estaban acogidos. Tampoco hicieron ascos a asaltar la despensa del convento, pese a que –a las imágenes de prensa me remito- eran surtidos cotidianamente con raciones de comida por los crueles israelíes. Seguramente, estos desajustes de conducta se resolverán con la Alianza de Civilizaciones, que logrará ser culminada con éxito no más tarde, pero tampoco antes, de un par de semanas después de que la Luna fije su residencia permanente en el Lago de Sanabria.
Tuve ocasión de relacionarme con algunos palestinos que trabajan en Israel. De sus manifestaciones, extraje las siguientes impresiones: primera, que no se sienten en absoluto discriminados en cuanto a derechos ciudadanos o cualesquiera otras ventajas sociales. Segunda, que ni renuncian a su condición de palestinos, ni se sienten compelidos a ello por nadie. Tercera, que trabajan en Israel porque las condiciones laborales son muy superiores a las que disfrutarían en su tierra. Alguno de mis nuevos amigos palestinos viven en Israel, otros residen en Cisjordania e, inclusive, los hay propietarios de prósperos negocios en Israel. Los árabes no carecen de ninguno de los derechos laborales de que gozan los israelíes, y los que tienen ciudadanía en el estado hebreo, poseen los mismos privilegios que los judíos, si bien no están sujetos a las mismas obligaciones, como por ejemplo, a la prestación del servicio militar. ¿Por discriminación? En absoluto, puesto que los árabes drusos y los beduinos, toda vez que han reclamado su participación en las fuerzas armadas, cumplen con esta imposición en las mismas condiciones que un judío. Sobre lo que estoy tratando, es gratificante ver en algunas poblaciones que pude visitar, la armonía que reina entre árabes y judios.
Israel me mostró, visto desapasionadamente, que, pese a los infundios que sobre él se vierten, es un país amante de la paz y que practica un escrupuloso respeto por la vida. Nada que ver, desde luego, con las informaciones deformadas, falaces y torticeras con las que nos hacen desayunar, almorzar y cenar los informativos nacionales, así como las proclamas de muchos –o al menos de algunos- colectivos y partidos políticos. Por lo sensible de las pruebas, me abstengo de consignarlas por escrito, pero dispongo de evidencias que corroboran mi afirmación, de las cuales espero no olvidarme en el futuro pese a lo poco fiable de mi memoria. He visto lo que he visto, he comprobado lo que he comprobado y, por consiguiente, ya no me dejo engañar.
La situación en Israel actualmente tiene mucho de desconcertante. Es inconcebible que un país que se aviene a negociar con sus adversarios, que devuelve territorios, que trata con exquisita humanidad a los habitantes de territorios hostiles, que practica una democracia ejemplar, donde la mujer es respetada, donde ni animales ni persona alguna son acosados o maltratados, con un sistema social y político avanzado, cuya pujanza se basa en el trabajo y la cultura, que se ve hostigado cruel y permanentemente, que garantiza el libre ejercicio de los derechos de cualquier persona, que encarcela terroristas solamente tras ser juzgados con todas las garantías procesales, que pese a adornarse de tales virtudes sea, sin embargo, permanentemente vilipendiado. Curiosamente, en vez de tomar ejemplo de sociedades así, nos esforzamos en justificar actitudes que reprobamos teóricamente, o callamos vergonzosamente ante ellas.
Es tanto más sorprendente por cuanto estos modos se perciben especialmente en ambientes progresistas, o así autocalificados. En Israel triunfó el socialismo como no lo hizo ni en la Rusia soviética ni en cualquier otro país comunista. En el ámbito de los kibbutzs se viven los paradigmas socialistas plenamente. Desde los establecimientos de atención y ocio para la tercera edad, hasta los refugios antibombardeo donde tienen, por razones lamentablemente obvias, preferencia los niños. Reitero lo dicho: no me engañan más los corifeos fascistas y pseudoizquierdistas, porque estuve viviendo en un kibbutz y, por consiguiente, pude obtener información de primera mano sobre el particular, y ver con mis propios ojos lo que refiero.
En resumen: si tuviera que identificar a Israel con algún material de uso más o menos común, lo asimilaría al cristal blindado de un escaparate: transparente y resistente a los golpes y a la presión.
Israel me demostró que ama la paz, aunque no le dejan disfrutarla. Es un país, un gran país, que vive entre la sangre que le derraman y la esperanza de un futuro inevitablemente brillante.