Por Pablo Veiga*
Existe
una graciosa anécdota en la que un veterano mandatario iberoamericano, de viaje
institucional por Galicia hace más de veinte años, reunido con el presidente gallego, de edad similar, en las que éste trataba de
convencerlo de la necesidad de democratizar el país, legalizando organizaciones
políticas y dando paso a elecciones multipartidistas. El anfitrión ponía
énfasis en las grandezas de un sistema donde los ciudadanos pudiesen elegir a
sus gobernantes periódicamente, en contraposición a un régimen autoritario. Pero
el hospedado, aún prestando suma atención y asintiendo en ocasiones, zanjó la
conversación con una lacónica frase: “Sí, yo convoco elecciones, pero y si las
pierdo…”. Y hasta hoy. Dos décadas de inmovilismo.
El
concepto de democracia tiene distintos significados según las latitudes en las
que se pronuncie. En Europa e Israel lo tenemos muy claro. Con dificultades,
contradicciones y, por supuesto, muchas imperfecciones, pero sin cuestionar los
valores y principios por los que se rige un estado democrático.
Pero
tenemos multitud de ejemplos en el planeta muy alejados de lo que entendemos
por una verdadera democracia, aunque utilicen el apellido habitualmente. Una
muestra de ello, el mundo árabe. En esta misma columna, hace un lustro
saludábamos las revueltas que se estaban produciendo en Egipto, Túnez, Libia y
en algún otro país del Golfo. Titulábamos con un clarividente “No tengamos
miedo a la libertad”. Pasado este tiempo, el resultado en líneas generales
dista mucho de las expectativas generadas, más bien todo lo contrario.
El
caso palestino no es ajeno a esta valoración negativa. Han pasado diez años de
aquella contienda electoral, cuyo resultado en la franja de Gaza supuso la
victoria de Hamás sobre los herederos de Arafat. En las semanas posteriores no
se produjo un normal traspaso de poderes del derrotado al vencedor, como
ocurre, con mayor o menor celeridad, con más o menos colaboración, en nuestros
estados, autonomías y municipios. No. Las armas substituyeron a las reuniones
de cortesía entre ambos bandos. Unos no aceptaban perder el poder y los
correspondientes privilegios que tenían hasta la fecha. Los otros, no supieron
gestionar su contundente victoria. Todo ello derivó en un sangriento enfrentamiento
entre las dos facciones. Docenas de muertos por las calles de Gaza, tiroteados
o arrojados desde los tejados. Finalmente, Hamás ganó el pulso y con mano de
hierro ha gobernado este tiempo a sus conciudadanos con un balance en el plano
económico y de desarrollo de ese territorio muy pobre. Como no, alguno se ha
atrevido a culpabilizar al de siempre de los males palestinos, Israel.
Han
pasado diez años y se habla de una nueva contienda electora y el interrogante
que planteaba el viejo dictador iberoamericano está latente, siendo cierto que
unos ganen y por consiguiente otros no lo hagan y pierdan. No pasaría nada si
los contendientes aceptasen democráticamente el veredicto de las urnas.
Gobernarían los primeros y los segundos estarían en la oposición. Aquellos
tratarían de presentar una gestión óptima para ser reelegidos. Éstos,
intentarían postularse como alternativa.
Parece
tan sencillo. Y lo es. ¿Por qué no lo prueban?. Umhhh