José Antonio Lisbona (esquerda) e o presidente de AGAI |
Por José Antonio Lisbona*
En 1986 se inician treinta años de
relaciones bilaterales, influidas por la centralidad del conflicto
árabe-israelí o por el progreso en el proceso de paz palestino-israelí, en
negativo o positivo respectivamente y según se vea y suceda. Los acontecimientos
del conflicto han condicionado estas frágiles relaciones, impidiendo que
avancen sobre la base de sus propios méritos, sin intervención de terceros,
como sí ocurre con otros países. Por el contrario, los progresos en el diálogo
de paz las han impulsado; por ejemplo, en el período entre la celebración de la
Conferencia de Paz de Madrid (noviembre de 1991) y el fracaso de las
negociaciones en Taba (enero de 2001). Solo durante esa etapa las relaciones
hispano-israelíes alcanzan una cierta «normalización».
En cambio, la Segunda Intifada
iniciada en el 2000, el cerco a Arafat en la Muqata en 2002, la Segunda Guerra
del Líbano en el verano de 2006 o la operación israelí Plomo Fundido en Gaza en
diciembre de 2008, son buenos ejemplos que ilustran que las relaciones de
España con Israel no solo están condicionadas por el conflicto sino que incluso
llegan a ser «rehenes» del mismo, como prefiere decir Víctor Harel, embajador
de Israel en España entre los años 2003 y 2007.
El desencuentro entre una España
franquista y un Israel socialista
Al declarar su independencia en mayo
de 1948, el Estado de Israel solicita el reconocimiento de todos los Gobiernos
del mundo con solo dos excepciones: Alemania y España. Las razones respectivas
son evidentes: no habían pasado ni tres años desde el terrible Holocausto nazi
y España había sido aliada del régimen de Hitler.
Se puede afirmar que las relaciones
entre España e Israel se caracterizan por un «desencuentro», como con acierto
las ha bautizado el profesor Haim Avni. La expresión es la más adecuada para
designar las abismales divisiones ideológicas entre el gobierno franquista de
España y el socialista de Israel.
La reiterada postura israelí de
rechazo hacia «la España de Franco» con una primera actuación votando en su
contra en la ONU, marcan el desinterés de Madrid por aproximarse a Jerusalén,
consolidándose «la tradicional amistad hispano-árabe» de forma tal que Madrid
pasa de una política proárabe a una antiisraelí.
Sin embargo, terminada la Guerra de
los Seis Días, en 1967 cuestiones territoriales obligan a la diplomacia
española a dar un impulso ya no solo a los vínculos con los países árabes —muy
distintos entre ellos— sino también a la defensa de una causa que aúne y
contente a todo el Mundo Árabe. Es la llamada Cuestión de Palestina, basada en
el apoyo al reconocimiento de la personalidad y del derecho a la
autodeterminación del pueblo palestino. De este modo se paralizan de momento
los deseos de Marruecos sobre el Sáhara y las reivindicaciones de independencia
sobre las Islas Canarias. Al final del régimen de Franco las
referencias a la causa palestina ganan énfasis entre las autoridades españolas,
al tiempo que aumenta la influencia de los países árabes productores de
petróleo.
La transición democrática y el
establecimiento de relaciones
Durante la transición, la nueva
clase política democrática asume el «legado de Franco» en el ámbito de las
relaciones hispano-árabes, considerándolas un activo con valor para la política
política exterior española. Solo la necesidad de una nueva proyección
internacional de España después de su adhesión a la OTAN y su ingreso en la
CEE, provoca un acercamiento a Israel, tras la lógica universalidad de sus
relaciones diplomáticas y su homologación con la política multilateral de la Unión
Europea. No obstante, mantiene los principios tradicionales de su política, a
favor de una paz justa y duradera en Oriente Medio a través del apoyo a un
Estado palestino. Se trata esta de una posición común a todos los Gobiernos de
la democracia y, además, consensüada por los principales partidos.
Un año después de que Adolfo Suárez
asuma la presidencia, el Gobierno no logra plenamente el propósito de la
Monarquía de ultimar la mencionada «universalidad» de relaciones. Se establecen
con todos los países de Europa del Este, con Méjico e incluso con la Unión
Soviética, pero del paquete inicial se descuelga Israel. Hay ya suficientes
problemas internos a fm de lograr una transición pacífica como para añadir
otros de índole exterior: ruptura de relaciones con ciertos países árabes,
corte del suministro de petróleo, peligro terrorista, reivindicaciones sobre
Ceuta y Melilla y, nuevamente, también sobre Canarias son las razones de los
sucesivos Gobiernos para no dar el paso.
Tras la dimisión de Suárez, el nuevo
presidente Leopoldo Calvo Sotelo desea un sustancial giro de la «política
exterior progresista» anterior. Ahora bien, en el momento en que toma la
determinación de establecer relaciones con Israel después de la integración de
España en la OTAN, Jerusalén inicia la invasión de Líbano, lo cual impide las
relaciones diplomáticas. Solo serán posibles tras alcanzar el gobierno el PSOE
en octubre de 1982.
Felipe González considera que no
mantener relaciones con Israel es una «situación anómala», sin comparación en
ningún otro país de Europa Occidental y que no debe perdurar mucho tiempo más.
El problema es gestionar la operación sin perjudicar el «activo» de la amistad
con el Mundo Árabe y sin perjudicar los intereses nacionales. Se trata de un
análisis costo-oportunidad. Se fija el 17 de enero de 1986 y se elige La Haya
—al ostentar Holanda la Presidencia de la CEE— para el acto formal de la
normalización diplomática. Hacerlo coincidir con la integración española en la
CEE es una circunstancia muy madurada por González de cara a reducir las
posibles reacciones negativas.
En total, han debido transcurrir 38
años para que España e Israel establezcan relaciones oficiales. Su génesis ha
estado marcada por una asimetría diplomática: cuando una de las partes quería,
la otra la rechazaba y viceversa. Es la crónica del desencuentro entre ambas
diplomacias, la historia de ocasiones perdidas a la espera de «momentos
oportunos» que nunca llegaban, como muy acertadamente escribió Samuel Hadas,
primer embajador de Israel en Madrid.
La normalización diplomática: De la
Primera Intimada a los Acuerdos de Paz
Tras el intercambio de embajadores,
el Gobierno español decide situar el desarrollo de estas relaciones bajo una
política de cierta gradualidad y dosificación.
Entre 1987 y 1989 Israel debe
enfrentarse a un nuevo problema: la Intifada palestina en Gaza y Cisjordania.
Esta revuelta enfría las aún incipientes relaciones bilaterales, interferencia
negativa que Jerusalén no percibe en el resto de países comunitarios
Pero el 30 de octubre de 1991 tiene
lugar uno de los principales acontecimientos que abre el camino de la paz:
Madrid es elegida como sede de las negociaciones entre árabes e israelíes en el
seno de la Conferencia de Paz para Oriente Próximo.
Los favorables oficios de anfitrión
de España hacen factible que Isaac Shamir y Felipe González acuerden
institucionalizar las relaciones bilaterales. Consecuentemente, el monarca
español será en noviembre de 1993 el primer jefe de Estado en viajar
oficialmente a Israel después de los acuerdos de Oslo. Su visita produce «un
salto cualitativo en las relaciones» que da origen a una nueva etapa. Prueba de
ello, a lo largo del año siguiente, los respectivos ministros de Asuntos
Exteriores —Javier Solana y Simon Peres— se reúnen en catorce ocasiones. Se ha
alcanzado la normalización en las relaciones, su edad de oro.
Gobierno de Aznar: En apoyo de
Arafat
Las elecciones de marzo de 1996
tanto en España como en Israel provocan el desplazamiento del socialismo por el
centro-derecha. José María Aznar y su homólogo Benjamín Netanyahu desean
profundizar las mutuas relaciones. Ahora bien, la sintonía entre ambos no
modifica la tradicional línea diplomática proárabe, arraigada con fuerza en
España y asumida como algo natural por el Partido Popular.
Una nueva etapa surge en septiembre
de 2000 con la llamada Segunda Intifada que para Madrid no es nada más que un
retorno a la realidad del conflicto: la ocupación israelí. La imagen de Israel
en España alcanza una de sus posiciones más bajas en un período con una crítica
muy agria; la prensa traslada una idea sumamente negativa, «demonizando» a su
primer ministro Ariel Sharon. El Ministerio español de Exteriores condena las
intervenciones militares de Israel y exige la retirada inmediata de la zona que
administrativamente corresponde a la Autoridad Palestina. Asimismo, rechaza los
nuevos asentamientos de colonos judíos, los asesinatos selectivos de
terroristas palestinos y la construcción del Muro. España se adhiere a la política
común europea, vista por los israelíes como parcial, desequilibrada y
claramente proárabe, con actos y declaraciones más cercanas a las tesis
pálestinas que a las de Israel.
José María Aznar durante su mandato
es un aliado de Yaser Arafat. Cree un error estratégico equipararlos a él y a
la Autoridad Palestina (AP) con el terrorismo: para España todavía es alguien
que puede aportar estabilidad y seguridad frente al caos y a la anarquía, el
líder indiscutible de la AP y el único capaz de controlar la violencia. Aznar
mantiene una muy buena relación con Arafat como demuestra el que en seis años
—entre 1996 y 2001— se encuentren hasta en dieciséis ocasiones, siendo el
dirigente europeo que más veces se reúne con él.
Gobierno Zapatero: De la
desconfianza al doble juego
En 2004, la llegada de nuevo del
Partido Socialista, con José Luis Rodríguez Zapatero al frente del Ejecutivo,
se recibe con desconfianza en Jerusalén. Existen profundas diferencias en los
enfoques sobre el terrorismo. Para los israelíes, a la visión española le falta
firmeza. Su tibia actitud frente a Hizbollah, Hamás y el Irán nuclear resulta
inaceptable y es uno de los obstáculos que separa a ambos Gobiernos. Por su
parte, Madrid ve desproporcionado el uso de la fuerza por parte de Jerusalén y
estima que nadie puede protegerse detrás de la condición de víctima para
rechazar el cuestionamiento de su política.
La percepción israelí es que en
Madrid la prensa reprueba a su país y que un segmento de la sociedad española
propalestina gestiona la herencia antisemita. Para el Palacio de Santa Cruz
este discurso los israelíes lo emplean con excesiva frecuencia, buscando
tensionar y sacar réditos en el ámbito bilateral al definir como nuevo
antisemitismo a cualquier crítica que entienden como deslegitimación del Estado
de Israel.
El conflicto israelí-libanés
exacerba las tensiones diplomáticas. Madrid pasa de una política que pretende
ser neutral entre las partes y acorde con la postura europea moderadamente
proárabe, a otra decididamente pro-palestin
ARGUMENTOS Y ENSAYOS
En enero de 2009 el ejército israelí
invade Gaza. A diferencia de lo que sucediera durante la Segunda Guerra de
Líbano en el verano de 2006, mientras en el ámbito diplomático el Ejecutivo
español intenta evitar hacer declaraciones abiertamente antiisraelíes, el
ámbito político se crispa con manifestaciones de protesta, impulsadas por el
mismo Partido Socialista que sustenta al Ejecutivo y encabezadas por pancartas
acusando a Israel de genocida, traspasando así la línea de lo antiisraelí y
alcanzando actitudes coyunturales antijudías.
El reconocimiento del Estado
palestino se convierte en un asunto de Estado. Trasciende la contienda política
y logra el acuerdo del Gobierno socialista y el Partido Popular para el voto
español en septiembre de 2011 en pro del estatus de Estado observador en la ONU
y, a finales de octubre del mismo año, en pro del ingreso de Palestina como
miembro de pleno derecho en la UNESCO.
El voto favorable al Estado de
Palestina conlleva, en claro gesto de contrapeso y balanceo, que la nueva
ministra de Exteriores y sucesora de Miguel Ángel Moratinos, Trinidad Jiménez,
realice ante la Asamblea General de la ONU la declaración más proisraelí nunca
antes manifestada al subrayar el compromiso de España con Israel «en tanto
plasmación del proyecto de crear un hogar nacional para el pueblo judío».
Gobierno Rajoy:
Consenso en torno a una politica
tradicional
Con la llegada del PP al Gobierno en
diciembre de 2011, la diplomacia israelí cree que España puede dejar de estar
entre los países de la Unión Europea menos amigos (Suecia, Irlanda, Austria,
Malta, Chipre o Finlandia) para situarse en el grupo de incondicionales
(Alemania, Chequia, Países Bajos o Polonia). Pero esto no sucede.
El Palacio de Santa Cruz y, en
especial, su ministro José Manuel García-Margallo se muestran muy críticos con
la continua construcción de nuevas viviendas en los asentamientos en
Cisjordania y Jerusalén Este. Para España estas colonias son ilegales según el
Derecho Internacional y significan otro obstáculo de cara a la reanudación de
negociaciones con el propósito de alcanzar una paz global, justa y duradera en
Oriente Medio, basada en la solución de dos Estados que convivan en paz y
seguridad.
España reitera que avanzar hacia ese
objetivo precisa un acuerdo de paz que disponga, entre otros extremos, el
establecimiento de un Estado palestino fundamentado en las líneas previas a
1967, con los cambios que acuerden las partes y con Jerusalén como capital
compartida.
Con todo el simbolismo que la
decisión adquiere, justo 75 años después de que Naciones Unidas aprobara
(resolución 181 dé 1947) la partición del mandato británico en Palestina, la
Asamblea General de la ONU sanciona el 29 de noviembre de 2012 la admisión de
Palestina como «Estado observador no miembro». Cuenta con el voto positivo del
Ejecutivo de Rajoy, apoyo que causa malestar en Israel, pero que Margallo
defiende como opción coherente con la tradicional política mantenida por España
—desde Franco hasta Zapatero—, «que es previsible y lineal en defensa de la
solución de dos Estados» y que cuenta con el consenso de la oposición
socialista.
Conclusión.
Las relaciones entre España e Israel
se perciben como un «juego suma cero»: para las partes no hay interés
estratégico en liza ya que el que sean mejores o peores no influye en sus
respectivas políticas interiores o exteriores. En cambio, sí son unas
relaciones de carácter dependiente: cualquier iniciativa hacia Israel debe ser
sopesada también en función de sus repercusiones en Palestina y los países
árabes y viceversa. No se trata de relaciones bilaterales, sino trilaterales ya
que la política española en la zona de Oriente Medio, en su origen y en la
actualidad, depende de la vinculación de España con el Mundo Árabe. El
principio rector de las relaciones de España en Oriente Medio es el de una
«política de equilibrio». Se ha procurado poner en práctica una «política
global», pero que implica que cada acción puntual en o con un país motiva
necesariamente un gesto de contrapeso en o con el otro. Unas relaciones
oficiales tardías, que se han demorado demasiado, y que en lugar de ser hoy
adultas, como las que se mantienen con otros países europeos, se encuentran con
una corta mayoría de edad de no más de tres décadas. Esta circunstancia provoca
que en vez de establecer mecanismos de consolidación (por ejemplo, la
institucionalización del diálogo político en un marco de consultas casi
permanente), todavía sea imprescindible tender puentes de entendimiento y
compromiso para amortiguar las diferencias que con periodicidad se producen
cuando el conflicto aparece en la zona. Si se habla de España e Israel, la
expresión «como los dientes de una sierra» representa a la perfección los
continuos altibajos en la evolución de unas relaciones cambiantes y, sobre
todo, inestables. Eso sí, siempre apasionadas.