03/04/14

La niña-bomba. Por Gaby Shelor

Dedicado a Spozhmai 

La niña-bomba 

Laila salió del coche empujada desde adentro. Pisó la acera con una extraña mezcla de determinación y resignación. Entonces sus dieciséis años dejaron de rebelarse. El infierno en el que se había convertido su vida estaba punto de finalizar. Caminaba cabizbaja mientras recordaba el número de pasos hasta apretar el botón que detonaría la bomba. Sesenta. Casualmente era el número de latigazos que sus tres hermanos le proporcionaban cada mañana desde el día que habían descubierto que estaba embarazada. De poco había servido explicar que ella y Fátima, su amiga del alma, habían sido raptadas a la salida de la biblioteca municipal y luego violadas. Para sus hermanos, Laila y Fátima eran las únicas responsables de su desgracia por salir de casa sin “protección” masculina. Claro que ésta nunca se la proporcionaban. Enterradas la guerra fría y la izquierda palestina junto con su seudo-progresismo social, las mujeres habían vuelto a ocupar sus funciones tradicionales en las que no cabía perder tiempo con libros. 

Durante dos meses Laila había mantenido en secreto su estado. Había seguido visitando la biblioteca, como si a fuerza de seguir la misma rutina, podía cambiar su suerte. Un día, Fátima, dos años mayor que Laila, se marchó. Gracias a sus conocimientos rudimentarios de hebreo y una paciencia infinita, había estado navegando por la red hasta encontrar a sus abuelos maternos. En el pueblo había oído que su madre había sido judía hasta casarse con su padre y convertirse al Islam. Un día de compras en Ramala, mientras sus padres almorzaban en el centro comercial de al-Manara, fue al lavabo. Se puso el blusón azul y la chaqueta marrón que traía en el bolso, cambió su pañuelo verde por uno negro y lo ajustó para que cubriese el pelo, el cuello y la barbilla. Se miró un instante en el espejo y sin una palabra, los ojos humedecidos por el dolor de la separación, se despidió de su pasado. Ajustó sus gafas de sol y simulando una leve cojera, salió en dirección contraria al comedor. Estaba ejecutando un plan ideado en la biblioteca municipal y memorizado en sus últimos detalles. Sabía que pronto mandarían a su hermana a buscarla al baño y no podía arriesgar ser reconocida en la inmediaciones del centro comercial. Ya en la calle, dobló en la segunda esquina, se sentó en un banco y se quitó la chaqueta blanca. Sacó del bolso unos libros y un cuaderno de apuntes y caminó hasta la vecina estación de autobuses. Con vaqueros, blusón azul, pañuelo negro y gafas de sol, parecía una estudiante más. Subió al 422, dirección Tel Aviv. En un papel doblado en su cartera, llevaba el teléfono de sus abuelos maternos. 

Laila se quedó sola, totalmente aislada. Quince días más tarde, caminaba hacia un destino inapelable, el pulgar contra el botón del detonador. 

De pronto, un fugaz olor a jazmín le trajo el recuerdo de su padre, asesinado cinco años antes en circunstancias nunca confirmadas. Había sido él precisamente quien tanto la había alentado a estudiar.

“¡Algún día serás doctora o enfermera, o ministra! ¡Sí, mi-nis-tra palestina, hija mía! Estudiarás en la universidad de Tel Aviv y algún día serás ministro de educación.” Lo que no tenía claro su padre era de qué iba a ser ministra, si de un Estado palestino o de alguna entidad palestina autónoma o semi-independiente. Tampoco le preocupaba. Sí le había confesado su admiración por Israel, algo de lo que jamás se podía hablar fuera del perfecto equipo que formaban cuando la llevaba a pescar. Vivían entonces en su ciudad natal, Gaza, en la casa que había pertenecido a sus abuelos, cerca del mar. Mientras esperaban algún movimiento de la caña de pesca, a menudo le hablaba de los años que había pasado trabajando en Tel Aviv hasta la Intifada y que le habían permitido ahorrar para hacerse con una licencia de taxi. Cuando tocaba regresar a casa, encendía un cigarrillo y como inspirado por la belleza del reflejo de las estrellas en el mar, dictaminaba: 

“Y en estos arenales desiertos que algún día cubrirán rascacielos, aquí estarás, inaugurando un nuevo hospital palestino que no tendrá nada que envidiar a los israelíes.” Entonces la cogía en sus brazos y los dos daban vueltas, riendo a carcajadas. Laila nunca había vuelto a ser tan feliz. 

No había sido el ojo derecho de su padre. Simplemente había correspondido a la ambición paterna con el ímpetu propio de las niñas cuando se les da la posibilidad de estudiar después de generaciones de discriminación y menosprecio. Sus hermanos habrían preferido emular a los héroes de las Intifidas pero ya no había soldados enemigos a quienes tirar piedras. Su desocupación les hacía oscilar entre un peligro flirteo con movimientos armados y una participación no menos peligrosa a seminarios en mezquitas radicales. Un día su padre llegó a la conclusión de que Gaza, su querida Gaza, nunca sería la Tel Aviv palestina y decidió trasladar a la familia a Cisjordania, cerca de Ramala. Le hubiera gustado la nueva ciudad de Rawabi, pero todavía era un proyecto en construcción. Rawabi sería el orgullo palestino. Un modelo de ciudad moderna y tolerante, con mezquitas y también iglesias; pero no sinagogas, lo cual le resultaba extraño pues recordaba la mezquita al-Bahr en la playa de Tel Aviv. Se mudaron a Madinat al-Bait, cerca de Ramala. Cualquier sitio le parecía mejor que el sin razón en el que se había convertido Gaza.

Treinta pasos más. Sin embargo la intensidad de los recuerdos estiraba inexorablemente cada segundo. Aquellos treinta pasos eran los últimos de su corta vida. Había traído la vergüenza a su familia y a su pueblo. Ya nadie le hablaba. Sus hermanos habían amenazado con matar también a su hermana pequeña si ella se echaba para atrás. Podían hacerlo, prevalecía la ley del “honor”. Hacía poco un miembro del parlamento palestino había caucionado un crimen de “honor.” Solo convirtiendose en Shaheed podría transformar la humillación que todos sentían por su violación y consiguiente embarazo en orgullo, al menos para su familia. Pensó en su madre. Con 40 años, llevaba cinco enlutada. Cinco años sin sonreír. Cuando su mirada se cruzaba con la de sus hijos varones, percibía con desolación cuánto odio había crecido en sus corazones. Laila recordó que una vez, mucho antes de su violación, su madre le había hablado de sus años de juventud cuando ella y a sus amigas veían a una tal Ashrawi como el modelo a seguir; cuando todo avance en la conquista de los derechos de la mujer les parecía poco. Eran impacientes y felices. ‘¡Qué ilusas habían sido!’ pensó. Recordó con un dolor intenso lo poco que se parecía su presente al mundo soñado por sus mayores. En aquella y única ocasión, su madre había manifestado su incredulidad frente las manifestaciones de las mujeres occidentales en favor de los derechos del pueblo palestino mientras corrían un tupido velo sobre la situación cada día más desesperada de las mujeres tanto en Gaza como en Cisjordania. La hipocresía le revolvía las tripas y el discurso culpando a Israel, siempre Israel, de la situación de violencia de género en los territorios palestinos le parecía un insulto a la inteligencia. El asesinado de su marido la había dejado sola frente a unos hijos varones que detestaban lo que ella representaba: una mujer con una formación intermedia, que había salido a la calle sin velo y fumado sin reparo en la sala del personal de la clínica de Gaza donde había trabajado unos años. 

Entonces la vio. Fátima estaba apoyada al respaldo de un banco a unos cinco metros. Lucía una larga cabellera ondulada y su ropa era distinta pero la reconoció por el ademán y el ligero movimiento de cabeza al sonreír mientras hablaba por teléfono. Entonces por primera vez Laila se fijó en un cartel y se dio cuenta de que estaba dentro del campus de la Universidad de Tel Aviv. Cuatro pasos más. Pensó en su padre y oyó su voz: “Serás médico, o enfermera, o ministro.” Un irresistible impulso de vida recorrió su espina dorsal. Levantó el pulgar. Giró la cabeza hacia la esquina en la que la habían dejado sus hermanos. Desafiante, arrancó con las dos manos el pañuelo que tapaba su cabello. Echó a correr hacia Fátima. Pensó en las represalias que vendrían, en su madre y en su hermana. Entonces decidió que lucharía por ellas, por las mujeres palestinas, desde la vida. 

Gabi Shelor