(Extractado del libro La Judeofobia, de Gustavo Daniel Perednik, Flor del Viento, Barcelona, 2002)
La pregunta de cuándo nació la judeofobia, frecuentemente esconde una más importante: ¿por qué pervive el fenómeno?
Por ello, la respuesta sobre los orígenes suele dejar insatisfecho a quien explora el tema. Conscientes de ese riesgo, pasamos a enumerar aquí siete opiniones sobre cuándo comenzó la judeofobia, sin profundizar en sus causas actuales.
La judeofobia pudo haber tenido su origen en:
a) los primeros hebreos, hace cuatro milenios;
b) la esclavitud egipcia, hace algo más de tres milenios;
c) el antiprofetismo pagano, hace veintiocho siglos;
d) el Retorno a Sión, hace veinticinco siglos;
e) el helenismo alejandrino, hace veintitrés siglos;
f) el cristianismo, hace dos milenios; y
g) el totalitarismo moderno, hace dos siglos.
Procederemos a descartar las menos plausibles de estas tesis (las a,b,c,d y f), para luego concentrarnos en las teorías (d) y (e).
La teoría (a) propone que rastreemos la judeofobia hasta la Edad de Bronce, lo que implica una incorrección tanto histórica como conceptual. Desde el punto de vista histórico, no es cierto que los judíos hayan sufrido persecuciones por tanto tiempo. Aunque hay algunos versículos bíblicos que evidencian un tono judeofóbico que algunos esgrimieron en la época patriarcal, no podemos exigirle a la Biblia precisión histórica, sino exclusivamente arquetipos que ayudan a la comprensión del tema. El primer ejemplo de judeofobia en la Biblia podría ser Abimelej, el rey de Guerar en el Neguev, quien espetó al patriarca hebreo Isaac: “Aléjate de nuestro medio, puesto que te has hecho más poderoso que nosotros” (Génesis 26:16). Este es un arquetipo de los argumentos que emplea la judeofobia, especialmente porque el original hebraico puede leerse además “Aléjate de nuestro medio, porque has prosperado a costa nuestra”. Con todo, el versículo no puede considerarse un testimonio del origen del odio, sino uno de sus modelos. Sostener, como de algún modo u otro lo hacen Hermann Gunkel o Theodor Mommsen, que con los primeros hebreos aparece la judeofobia, es buscar la fuente del odio en las meras diferencias entre los seres humanos, y no en la intolerancia frente a esas diferencias. Abraham no tenía por qué generar enemigos por el hecho de proponer la distinción monoteísta; la judeofobia comienza con los judeófobos, no con los judíos.
Charles Journet sostiene la segunda teoría (b): la primera motivación judeofóbica habría sido la del Faraón egipcio, quien produjo en sus palabras “el primer pogrom”. Mas para llegar a esa conclusión, nuevamente, se impone tomar la narración bíblica literalmente. Es cierto que el monarca egipcio expresa un segundo argumento habitualmente empleado por judeófobos: que los judíos son una quinta columna. Así lo enuncia el Faraón: “He aquí los hijos de Israel, son más que nosotros y más fuertes. Actuemos contra ellos con astucia para que no se multipliquen y, cuando nos acaezca una guerra, no se unan a nuestros enemigos para combatirnos” (Éxodo 1:9-10). Pero sería más razonable atribuirle a los egipcios un intento xenofóbico de esclavizar a otros pueblos, práctica usual de la antigüedad, y no un odio específico contra los judíos como tales, sobre el que carecemos de otros documentos históricos que lo testimonien.
Descartadas las dos primeras hipótesis, pasemos a explicar la tercera (c), que identifica la primera judeofobia en la arremetida de la casa real de Ajab e Izebel contra Elías y otros profetas, descripta desde el capítulo 18 del primer libro de Reyes. Esta tesis fue sostenida por el periodista y dramaturgo judeonorteamericano Ben Hecht y no resulta convincente desde el punto de vista histórico, ya que aquélla fue una guerra religiosa contra valores judaicos y no un embate contra los judíos como grupo. Sin embargo cabe mencionarla porque la tesis de Hecht aporta conceptos muy vívidos acerca de las causas últimas de la judeofobia, como veremos en los capítulos finales.
La cuarta hipótesis (d) señala el origen de la judeofobia en la época del retorno de los judíos a Sión durante el siglo V a.e.c. Probablemente de esta época data el máximo arquetipo bíblico de la judeofobia, Hamán. Algunos historiadores relacionan a este personaje con el rey persa Jerjes I, quien habría sido el Ajashverosh (Asuero) que protagoniza el libro de Ester. Hamán fue el visir del rey que planeó el genocidio de todos los judíos del extenso reino. Y, otra vez, aun cuando la historicidad de los hechos no es inequívoca, las palabras de Hamán tuvieron eco en muchos judeófobos de otras épocas: “Hay un pueblo disperso en todas las provincias… cuyas leyes son distintas… y no observan las órdenes del rey… Escríbase que sean destruidos” (Ester 3:8).
Más allá de estas referencias bíblicas, en el siglo V a.e.c. se produjeron dos eventos que podrían marcar la génesis de la judeofobia. Uno en la tierra de Israel (el ataque contra los que regresaban de Babilonia para reconstruir Jerusalén), y otro en la Diáspora (la destrucción del templo judío de Elefantina en Egipto). Cuando Nejemías, en cumplimiento del permiso que otorgara el rey Ciro de Persia, lideró el retorno a Sión en el año 445 a.e.c., debió confrontarse con la activa oposición del ”enemigo” Sanbalat I.
Paralelamente, en la pequeña isla de Elefantina en el Nilo, había en esa época una comunidad judía cuyo templo tenía un siglo y medio de antigüedad. El templo fue finalmente destruido en el 411 a.e.c. por los sacerdotes del culto a Khnub a quienes ayudó el comandante persa Waidrang. Más que un estallido judeofóbico, la destrucción de aquel templo parece haber expresado el resentimiento de los egipcios contra el dominio persa, y no necesariamente judeofobia. Si concluimos que los episodios de Sanbalat y de Waidrang fueron aislados y no dejaron huellas en la historia de la judeofobia, nos resta aún revisar cuándo ésta iba a nacer. Nos quedan tres tesis. La última de ellas (que la judeofobia tiene menos de dos siglos de antigüedad) fue sostenida por Hannah Arendt, para quien “el antisemitismo es una ideología secular decimonónica evidentemente diferente” del odio religioso contra los judíos. Esta opinión nos parece simplista. Es cierto que los partidos políticos judeofóbicos se crearon en Alemania en la década de 1880, y por entonces ocurrió por primera vez que un régimen utilizara la judeofobia como un medio calculado para obtener poder, pero lo importante no es cuándo la judeofobia fue por primera vez un instrumento político, sino cuando apareció. La “ideología secular decimonónica” no surgió en el vacío; se nutrió de una atmósfera de siglos de animadversión.
Cabe admitir que la judeofobia del siglo XIX era de un tipo novedoso. Pero una de las características que hacen que el fenómeno sea único, es precisamente, su adaptabilidad a distintos contextos históricos. Ya dijimos que la judeofobia es singular también porque es permanente. Las dos teorías más aceptables, entonces, ubican las raíces de la judeofobia o bien en el helenismo, o bien en el cristianismo.
EL HELENISMO COMO MATRIZ
Esta hipótesis fue sostenida entre otros, por el mentado sacerdote norteamericano Edward Flannery, cuyo libro Veintitrés siglos de antisemitismo ofrece su respuesta desde el título mismo. Flannery rastreó las primeras citas históricamente documentadas de un encono específico contra los judíos. Arribó en su rastreo al siglo III a.e.c. y a la ciudad de Alejandría. Ésta fue fundada por el máximo conquistador, Alejandro Magno, quien aparentemente tuvo una actitud favorable hacia los judíos. Les permitió construir sus propios barrios, en los que desarrollaron el comercio y prosperaron. Alejandría se transformó en una segunda Atenas, capital comercial e intelectual del mundo antiguo. Su población judía creció notablemente después de la muerte de Alejandro, debido a un período de inestabilidad en Eretz Israel, que provocó deportaciones y emigraciones.
A comienzos de la era común había allí cien mil judíos, que ocupaban casi la mitad de la ciudad. En consecuencia, Egipto se transformó tanto en corazón de la Diáspora judía, como en la vanguardia de la helenización.
Egipto no se sustrajo a la norma del mundo pagano, que en general fue muy tolerante en materia de diversidad religiosa. Después de todo, si cada familia veneraba a sus muchos dioses, qué mal podía haber en dioses adicionales por los que cada uno optara. La atmósfera tolerante permitió a los judíos practicar libremente su monoteísmo. Tres ejemplos de destacadas personalidades que valoraban altamente a los judíos fueron Clearco, Teofrastro y Megástenes, a comienzos del siglo III a.e.c. Los dos primeros habían sido, como el mismo Alejandro, discípulos de Aristóteles. Clearco de Soli se refiere en su diálogo Del Sueño al encuentro entre su maestro y un judío, y Teofrastro de Eresos llama a los judíos “raza de filósofos”, descripción que no era infrecuente por entonces.
Sin embargo, aquel trío de escritores constituía una excepción, puesto que la mayor parte de los historiadores alejandrinos expresaron judeofobia. Uno de los motivos del odio puede ser que aunque los egipcios nativos gozaban de prosperidad económica y cultural, resentían la dominación foránea, primero griega y luego romana. Ese descontento se tradujo en una xenofobia que terminó por descargarse contra el pueblo hebreo. Probablemente a los egipcios los irritó, especialmente, la tolerancia que el imperio había otorgado a los judíos. Además, la envidia social frente al florecimiento de esa colectividad fue caldo de cultivo para las primeras agresiones escritas. Siguen algunos ejemplos. Hecateo de Abdera fue el primer pagano que se explayó acerca de la historia israelita, y no excluyó lo legendario de su narración: "debido a una plaga, los egipcios los expulsaron... La mayoría huyó a la Judea inhabitada, y su líder Moisés estableció un culto diferente de todos los demás. Los judíos adoptaron una vida misantrópica e inhospitalaria".
Debe aclararse que el relato de Hecateo no ataca a los judíos acremente, pero él es el inventor del primer mito gentil que macula la historia judía, el primero de una extensa y mortífera mitología. Los judíos “habían sido expulsados” y la vida que Moisés “les impuso en recuerdo de su exilio, era hostil a todos los humanos”.
Los escritores alejandrinos posteriores (con algunas excepciones como Timágenes y Apián) repetían siempre que los judíos tenían ese origen humillante. El primer egipcio en narrar la historia de su país en griego fue el sacerdote Maneto, quien escribió en el siglo III que “el rey Amenofis decidió purgar el país de leprosos... que fueron guiados por Osarsiph” (a quien Maneto identifica con Moisés). Menciona a “una nación de conquistadores foráneos que prendieron fuego a ciudades egipcias y destruyeron los templos de sus dioses... Después de su expulsión de Egipto, cruzaron el desierto en su camino a Siria, y en el país de Judea construyeron una ciudad que llamaron Jerusalén”.
El reiterado rechazo por lo judío de los cronistas egipcios podía estar motivado por que la narración del Éxodo ofendía su patriotismo. La religión israelita había hecho del Éxodo de Egipto su creencia central, sinónimo de la aspiración judaica por la libertad. No sorprende cierto despecho por parte de los egipcios, quienes comenzaron por transformar el Éxodo en una gesta nacional de expulsión de indeseables. Para ello, hacía falta denigrar a los supuestos “expulsados” y rebuscar las causas posibles de aquella “expulsión”. Así, los temas del linaje leproso y la falta de sociabilidad aparecen en las obras de aquellos egipcios, que escribían en griego: Queremón, Lisímaco, Poseidonio, Apolonio Molon y, especialmente, Apión.
Según Lisímaco "los judíos, enfermos de lepra y de escorbuto, se refugiaron en los templos hasta que el rey Bojeris ahogó a los leprosos y mandó los otros cien mil a perecer en el desierto. Un tal Moisés los guió y los instruyó para que no mostraran buena voluntad hacia ninguna persona y destruyeran todos los templos que encontraran. Llegaron a Judea y construyeron Hierosyla (ciudad de los saqueadores de templos)". Mnaseas de Patros (s. II a.e.c.) aporta la novedad de que los judíos "adoran una cabeza de asno" y su contemporáneo Filostrato resume: "los judíos han estado en rebelión en contra de la humanidad; han establecido su propia vida aparte e irreconciliable; no pueden compartir con el resto de la raza humana los placeres de la mesa, ni unírseles en sus libaciones o plegarias o sacrificios; están separados de nosotros por un golfo más grande del que nos separa de las Indias".
El más funesto de los mitos inventados en la antigüedad (por sus derivaciones ulteriores) fue el de Damócrito (s. I a.e.c.): "Cada siete años toman un no-judío y lo asesinan en el templo..." Apión, a quien Plinio el Antiguo y Tiberio llamaron “gran charlatán”, fue el ideólogo de las agitaciones antijudías bajo el gobernador Flaccus (año 38), que provocaron que el barrio judío fuera sitiado y muchos de sus habitantes asesinados por los agitadores Isidoro y Lampón. A las ideas de sus predecesores, Apión agregó de su propia fantasía: "Los principios del judaísmo obligan a odiar al resto de la humanidad. Una vez por año toman un no-judío, lo asesinan y prueban de sus entrañas, jurándose durante la comida que odiarán a la nación de la que provenía la víctima. En el Sancta Sanctorum del Templo Sagrado de Jerusalén hay una cabeza de asno dorado que los judíos idolatran. El Shabat se originó porque una dolencia pélvica que los judíos contrajeron al huir de Egipto los obligaba a descansar el séptimo día".
Dos grandes sabios de esa época enfrentaron al judeófobo. Una de las obras del historiador Flavio Josefo se titula Contra Apión, y el filósofo Filón de Alejandría lideró la delegación de judíos que viajaron a Roma a fin de solicitar del emperador Calígula que se pusiera fin a la violencia en la ciudad. Según vemos, la judeofobia nació como un intento de justificar un resentimiento, por medio de diversos mitos. Ese esquema permaneció parcialmente vigente a lo largo de toda su historia.
LAS RAÍCES CRISTIANAS
A partir del cristianismo la judeofobia se convirtió en norma. Nacía una religión masiva basada en el judaísmo, en la que el odio antijudío echó raíces, se profundizó, y se ramificó monstruosamente, con derivaciones ideológicas y aun teológicas. La judeofobia precristiana, en contraste, había sido vulgar, poco organizada, no sistemática. Marcel Simon señala en su clásico Verus Israel que la judeofobia cristiana “persigue un objetivo muy preciso: despertar el odio hacia los judíos”. Ese objetivo excedía en mucho el de su predecesora, la judeofobia pagana. Quede claro que señalar las raíces cristianas de la judeofobia no implica la grosera generalización de atribuir judeofobia a los cristianos en su conjunto. Pero algunos datos básicos deben ser mencionados para aclarar la idea.
La esencia del problema es que la iglesia naciente se presentó como la consumación del judaísmo, su herencia mas prístina, su legítima continuación. El cristianismo emerge del judaísmo; sus líderes fueron judíos, así como sus primeros seguidores y su culto. En principio, ello podría haber sido motivo de confraternidad y, en efecto, los primeros cristianos eran considerados miembros de la grey judía, y no hubo antagonismo serio entre las dos religiones mientras el Estado judío existía. El mensaje de los primeros tenía como destinatario la Casa de Israel. Sin embargo, rápidamente quedó claro que la vasta mayoría de los judíos no iba a convertirse, sino que permanecería fiel a tres conceptos, en orden de importancia: la ley bíblica, la visión intransigente de un Dios trascendente e incorpóreo, y la fe en la llegada de un Mesías que curaría el mundo al final de los tiempos.
Una vez que las incompatibilidades doctrinarias fueron obvias, la armonía original entre las dos religiones quedó condenada. El hecho de que los judíos rechazaran la nueva noción mesiánica acerca del “hijo de Dios”, desconcertó a los cristianos, que basaban su fe en las Escrituras judías y en sus creencias, y por lo tanto, esperaban persuadir precisamente a los hijos de Israel. Si el cristianismo era el heredero de la tradición judía, su realización más plena y su continuidad, tarde o temprano se descubrirían defectos serios en quienes persistían independientemente en la religión “superada y heredada”. La vitalidad del judaísmo de por sí, cuestionaría la legitimidad de la herencia.
En algunos diccionarios antiguos todavía puede leerse la definición de judío como “persona que aún practica la religión de Moisés”. En esas tres letras (aún) hay una carga judeofóbica mayor que en las definiciones que a veces se incorporan en el diccionario bajo “sentido figurado” (usurero, avaro). Cabe aquí la digresión de recordar que la Real Academia Española conserva el baldón de incluir en su diccionario esas acepciones despectivas de la palabra judío. La Academia hace caso omiso de las reiteradas quejas que recibe al respecto. La excusa de que los diccionarios recogen ese uso del término porque así lo ha impuesto su uso, es engañosa. Los diccionarios en otros idiomas han dejado de incluir la injuria para no contribuir a su difusión. Y además, el diccionario de la Real Academia no exhibe la misma expeditividad en recoger acepciones despectivas de otros términos, como por ejemplo la voz nazi, que frecuentemente se usa a modo de insulto, pero que en el diccionario de la Real Academia se limita a su lacónica definición histórica.
En cuanto a la voz “aún”, ésta alude a un grupo de obcecados, una especie de raza en extinción. Esa alusión estaba presente en la actitud primigenia de la Iglesia hacia los judíos. El motivo del resentimiento es claro; es de preverse entonces, que mitos vinieran a justificarlo. La escisión entre las dos religiones fue proclamada por otro judío, discípulo de Jesús, Pablo (o Saúl de Tarso) el fundador histórico del cristianismo. Pablo se pronunció en contra de la observancia de la Ley que el judaísmo estipulaba, y estableció que la verdadera salvación venía exclusivamente de la fe en Jesús como Mesías. Los judíos-cristianos, o sea la minoría de judíos que aceptaron ese dogma, siguieron practicando el judaísmo y, según el Nuevo Testamento, fueron vistos por la nueva fe que se expandía como un fenómeno temporario. Finalmente, los judíos-cristianos terminaron separándose cuando repararon en que Pablo no hacía distingos entre judío y gentil, y llevaba el nuevo mensaje al mundo pagano sin el marco tradicional de la ley hebrea.
Pablo no reaccionó con maldiciones contra los judíos, porque había heredado el amor de Jesús por su pueblo. El Nuevo Testamento testimonia que ninguno de los dos habría querido ver a los judíos degradados o destruidos. Pero gradualmente, mientras el Nuevo Testamento era compuesto, la actitud cristiana hacia los judíos empeoraba y se ponía énfasis en desjudaizar el cristianismo. En términos generales, las secciones más tempranas (las de Pablo, alrededor del año 50) están exentas de la judeofobia que se nota en las partes más tardías (como el Evangelio de Juan, de alrededor del año 100).
Por ejemplo, en los Hechos de los Apóstoles (que es el relato de la Iglesia después de Jesús) los judíos pasan a ser los villanos. No queda claro, empero, si la obra es históricamente fundada o si se trata de una mera vilificación de los judíos producida por el autor Lucas. En cuanto a los Evangelios, el contraste entre los tres primeros, los llamados sinópticos, y el de Juan, es conspicua. Mientras en los Evangelios Sinópticos los oponentes de Jesús son usualmente fariseos, escribas, sacerdotes y ancianos, en el Evangelio de Juan (escrito no en Judea sino en Efeso) son judíos.
En el 140 Marción compila el canon más antiguo del Nuevo Testamento, y llega al extremo de rechazar la Biblia Hebrea en su conjunto, pretendiendo que el judaísmo es una religión nefasta que Jesús vino a abolir. El debate acerca de cuán judeofóbico es el Nuevo Testamento, excede los límites (y el objetivo) de esta obra. Sin duda, varios versículos del Nuevo Testamento describen a los judíos de modo positivo, atribuyéndoles la salvación (Juan 4:22) o la gracia divina (Romanos 11:28) y muchos otros pueden ser usados en el arsenal judeofóbico (y lo fueron). En ese sentido, los dos versículos más tenebrosos son aquél en el que los judíos supuestamente asumen responsabilidad colectiva e histórica por la crucifixión de Jesús y declaran “Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos” (Mateo 27:25) y aquél en el que Jesús los llama “hijos del diablo” (Juan 8:44). Estos versículos y toda la gama de acusaciones con que se acusó a los judíos mientras el cristianismo crecía y se individualizaba, eran repetidos y agravados por gente que tenía poco o ningún contacto con judíos. Jerónimo, Antanasio, Ambrosio, Amulo, todos reiteran como un eco los orígenes satánicos de los judíos, o que el diablo los tienta, o que son sus socios o instrumentos. De un modo trágico, cristianos afirmaban su propia identidad por medio de descalificar al judío.